Por RUBÉN DARÍO CÁRDENAS*
“Elvencio se quedó en mi memoria con su pipa y su carcajada de niño, con la dulzura de los anocheceres en compañía de un buen libro y un té caliente, con su espalda de nadador salpicada de estrellas”. Escrito para no morir- María Eugenia Vásquez
Conocí a Elvencio, “el flaco”, como profesor de historia del colegio Santa Librada, donde yo estudiaba; me lo presentó Gustavo Guzmán, compa a quien distinguía con el seudónimo de Liborio, deportista destacado y líder comunal de Cali. Su nombre era Guillermo Elvencio Ruiz Gómez, fue uno de los tantos jóvenes de su generación que reivindicó la libertad en los muros de su barrio y fue encarcelado, buscó el rostro ecuánime de la justicia social y encontró una mueca indolente, reclamó escuelas y lápices para los niños descalzos y encontró el silencio y la indiferencia de los gobernantes liberales y conservadores, luchó por un mañana de manteles y panes en la mesa y le vertieron migajas en el suelo. Entonces comprendió que las puertas de la democracia en Colombia estaban distantes y selladas y no tuvo más opción que la rebelión.
Para su época ser joven y ser revolucionario, eran una misma cosa. Las consignas de mayo del 68 proclamaban: “la imaginación al poder”. Las canciones de Víctor Jara, Violeta Parra, Ana y Jaime henchían el corazón juvenil y acrecentaban el compromiso político. Elvencio caminaba a trancos largos por las calles coloniales de San Antonio y San Cayetano, veía las barriadas de invasión en la ladera de Siloé, los rostros mustios de los vendedores callejeros lo abatían y para reanimarse, fumaba su pipa y entonaba para sí: “a desalambrar, a desalambrar, que la tierra es nuestra, es tuya y de aquel…” Se aprendió de memoria los poemas libertarios de Mario Benedetti, Vallejo y Neruda y los declamaba en los mítines callejeros, también en sus galanterías amorosas.
El sacerdote Camilo Torres predicó que el deber de todo cristiano es hacer la revolución y los murales callejeros exhortaban: “seamos realistas pidamos lo imposible”. Elvencio levitaba en un torrente primaveral que derruía cárceles mentales, esquemas de autoridad y obediencia, miedos y sendas trazadas. Un horizonte sin límites para la imaginación, en el que la utopía parecía estar a la vuelta de la esquina. Participaba en comunidades solidarias donde lo tuyo era mío y lo nuestro es de todos, tan idealistas y casi idénticas a las hermandades de Francisco de Asís.
El Movimiento 19 de abril se caracterizó por sus acciones espectaculares de expropiar al rico para resarcir al pobre. Esta consigna acompañó su accionar en la búsqueda de una democracia con justicia social. Elvencio jugó su vida al triunfo de la guerra revolucionaria como única alternativa de cambio, para que el poder estuviera en manos del pueblo. Jaime Bateman hablaba de “ganarse el corazón de la gente, despertar pasión por la política”. La militancia acogió y vivió ese mandato como un apostolado: visitaban a la gente en las barriadas, convivían con ellas, aportaban lo poco que tenían, se ganaban la confianza de los humildes y la invitación a la mesa. Quizás la mejor escuela política para Elvencio fue este trato de carne y hueso, hombro a hombro con los pobladores, compartiendo sus dichas y sus penurias, a lo mejor fue allí donde surgió el compromiso político que lo caracterizó como militante, templó su carácter, su honradez, entrega y valentía.
Bajo su semblante militar y guerrero, emergía un hombre cálido y colmado de ternura, que aún en las jornadas extenuantes sabía poner un toque de buen humor. En la expresión de Bateman: “La revolución es una fiesta”, emerge la convicción de la lucha por la libertad, la igualdad y la justicia social y que esta debe ir aparejada con una dignificación de la vida, reconociendo, por encima de todo, los valores nacionales y nuestra idiosincrasia, en palabras de María Eugenia Vásquez: “Creo que nuestros jefes desacralizaron la actividad revolucionaria. La acercaron a los anhelos juveniles de la época, la hicieron compatible con el amor, con la rumba, con el teatro, con la risa y con el estudio. No nos exigieron sacrificios, nos ofrecieron alternativas de vida.”
El M era un viento fresco en un ambiente cargado de represión, de persecución política, de torturas y desapariciones. Su discurso rompía con la estrechez de una izquierda que, en lugar de unir, fragmentaba los esfuerzos de la lucha. Muchos como Elvencio, se sintieron identificados con su visión amplia y humana para hacer realidad un imaginario de nación incluyente. Propósito alcanzado y plasmado en la Constitución del 91.
El ingreso a la insurgencia -ese pasaje mitificado y tildado de heroísmo-, significó para Elvencio una renuncia a su familia, a sus amigos, a sus proyectos personales. Muchas veces tuvo que pasar de largo frente a las casas de los conocidos, otras tantas tuvo que esquivar el abrazo de sus familiares por miedo a comprometerlos. La negación de su mundo personal empezó con la renuncia a su nombre, bien podría llamarse “Chucho”, “Memo” o “Carlos”.
El 4 de diciembre de 2024, Gustavo Petro divulgó al país que los restos de Elvencio habían sido encontrados en una fosa común de un cementerio del sur de Bogotá. Desde noviembre de 1985 –año en que cayó en la toma del Palacio de Justicia-, todos los días su mamá se asomaba a la calle con la esperanza de verlo llegar, entrar a su casa, abrazarlo. Jamás lo volvió a ver. Su cuñada, Mónica Socorro, fue quien recibió los restos enviados por Medicina Legal: apenas un fragmento de su cadera, pues el resto del cuerpo había sido carbonizado por el incendio encubridor, provocado por las fuerzas militares para borrar y desaparecer no solo a quienes participaron de la toma sino a los trabajadores de la cafetería, los visitantes y todo aquel que tuviera en su rostro el pecado de la juventud y la ilusión del cambio.
Carmenza Cardona Londoño, “La Chiqui”, la mujer que encabezó la negociación en la toma de la embajada de la República Dominicana, fue el amor de su vida. Nunca volverían a verse desde ese suceso. Ella moriría en las selvas del Chocó en 1984, después de su regreso de Cuba. En la militancia ningún amor ni amigo era perdurable. Era vivir cada día al filo de la muerte: “Al fin y al cabo, primero estaban las cosas de la revolución que las del corazón”, recuerda María Eugenia en su libro.
Cuarenta años después de su muerte, Colombia se rebela contra el mismo país de puertas clausuradas; contra la misma indolencia estatal y la misma injusticia que frustraron los sueños de Elvencio. Hoy nuevamente marchamos en las calles exigiendo cambios inaplazables que el congreso alegremente niega. Hoy más que ayer, una legión de colombianos, liderada por Petro, se atreve a luchar por un nuevo país donde quepamos todos: “El país de la belleza”. Un sueño en ciernes, cuyo legado Elvencio nos reclama y es imprescindible seguir tejiéndolo. El tiempo dirá si el sacrificio del profe de historia, que inspiró mi camino hacia la docencia, fue en vano o no.
* Rubén Darío Cárdenas nació en Armenia, Quindío. Licenciado en Ciencias Sociales y Especializado en Derechos Humanos en la Universidad de Santo Tomás. 30 años como profesor y rector rural. Fue elegido mejor rector de Colombia en 2016 por la Fundación Compartir. Su propuesta innovadora en el colegio rural María Auxiliadora de La Cumbre, Valle del Cauca es un referente en Colombia y el mundo