Un hombre desgraciado

La primera noche en Puerto Obaldía, mientras jugábamos billar, un hombre de aspecto huidizo y descuidado se aproximó a nuestro grupo, llamó aparte a mi amigo Nelson y con una voz que parecía salir del fondo de un pozo le rogó que no lo matara.

—Yo ya he pagado todas mis culpas—, dijo.

Nelson lo miró desconcertado.

—Tranquilo, amigo— le contestó— yo no lo conozco a usted, solo he venido a jugar softbol con mis compañeros.

No muy convencido, el hombre se apartó, pero siguió mirándonos desde lejos con recelo. Al día siguiente, después de jugado el partido de softbol, el individuo apareció de nuevo con su mujer y sus dos hijas. Nelson lo miró con desdén. Angustiado, el hombre se arrojó a sus pies y le rogó que no lo hiciera por él, sino por ellas, sus mujeres:

—Ellas no merecen ese dolor. Por favor no les haga ese daño. Uno de joven comete muchos errores. He sido indultado, ya soy otro.

Contrariado con la situación, Nelson se levantó y se marchó. Como el individuo no me pareció una persona fuera de sus cabales, quise tranquilizarlo. Había en sus ojos un cansancio genuino, hondo, y una historia en remojo. Ignorando mis palabras, el hombre continuó hablando:

Llevo penando veintitrés años y desde entonces la muerte me viene pisando los talones. En ningún lado he podido establecerme. He recorrido gran parte de la costa Atlántica y todo el Darién chocoano; al partir, en cada uno he dejado el poco entable que conseguí con esfuerzo. Huyendo de pueblo en pueblo he perdido lo que era, lo que tenía. Ya no sé de dónde soy. Cada noche tengo pesadillas y me despierto con sobresaltos. En cada pueblo dejo un pedazo de mi vida. Ahora soy un hombre cansado, estropeado y sin fuerzas; si algo podrido conservo todavía, ya no soy un peligro para nadie, ¿por qué no pueden perdonarme? Sé que su amigo ha venido por mí; por favor dígale que tenga consideración.

Por la noche lo vi deambulando en la playa como un perro sin dueño. Sus pies descalzos barrían la arena con desgano y su mirada se zambullía en el mar sin esperanza. Me miró con desconfianza, pero pronto me reconoció y respondió a mi saludo con timidez.   

Le brindé una cerveza en el bar de la esquina y nos sentamos en un rincón. Sin saber cómo empezar, le lancé una mirada intensa tratando de adivinar el origen de su emplazamiento, de sus miedos. Más tranquilo y en voz baja, como si de un confesionario se tratara, comenzó a hablar.

— Hace años yo trabajaba para un jefe paramilitar en Urabá. El patrón dijo que los campesinos de la finca vecina le estaban robando ganado y había que darles un escarmiento. Todos sabíamos que en verdad el asunto tenía que ver con la tierra que ellos no querían vender, pero en el grupo nadie preguntaba nada, solo cumplíamos órdenes.

La oscuridad fue nuestra aliada. El techo era de palma y las paredes de madera. La casa ardió tan rápido que ni los perros ladraron. Los gritos invadieron la noche, mujeres, niños, animales. El cielo se puso rojo, el viento traía un olor a carne chamuscada y a querosén. Los hombres que iban saliendo eran acribillados por mis compañeros ocultos entre los matorrales. Cuando comenzaron a caer las paredes, un niño salió envuelto en llamas directo hacia mí. Cuando me vio, se detuvo un instante, como si hubiera visto a la muerte; su mirada me paralizó. Se internó entre la maleza como una antorcha viva y desapareció, pero su mirada me quedó tatuada por dentro.

El hombre pidió un cigarrillo y lo encendió con mano temblorosa, pero olvidó fumarlo y se apagó.

Después vino el proceso de desmovilización. Entregamos las armas, firmamos unos documentos, nos dieron una plata y nos dijeron que ya estábamos perdonados, que podíamos rehacer nuestra vida. Pero no era tan simple. Conseguí un empleo como vigilante en Medellín, y entonces comencé a verlo oculto en el espejo de la pensión donde me alojaba. Lo veía al otro lado de la calle, mirándome; sentado en el andén con su ropa chamuscada, esperándome. Acongojado, me vine para un pueblo de Urabá, pero la mirada de ese niño me persiguía a todas partes: en el reflejo del agua, vendiendo frutas en la plaza de mercado; en el plato de sopa; en sueños donde siempre regresa ardiendo sin decir nada, mirándome…

El bote de un pescador se deslizaba lentamente sorteando el vaivén de las olas. Él tomó un sorbo de su cerveza y continuó:

— A veces pienso cómo sería su vida, ¿habrá sobrevivido a las llamas? ¿Habrá aprendido a olvidar? ¿Cuál será su apariencia hoy? ¿Seguirá vagando por los ríos con el rostro cubierto de ceniza? ¿Se habrá extinguido el fuego del odio en su corazón? Pero por toda respuesta, solo su mirada aparece, la misma mirada impenetrable que vi en los ojos de su amigo. Es una desgracia.

Dijeron que estábamos perdonados, pero ¿quién otorga el perdón de los muertos y desaparecidos?

El hombre no quiso seguir hablando. Se marchó sin despedirse y se escabulló entre las sombras del muelle.

Por la mañana, antes de subir al bote que nos traería de regreso al golfo de Urabá, el motorista nos dijo que lo habían visto embarcarse en la madrugada junto a su mujer y sus hijas con rumbo desconocido.

—Por su equipaje, parecían ir para lejos—, añadió.

No es aventurado suponer que la desgracia iba con ellos. (F)

www.fsanchezcaballero.net

@FFscaballero

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