Reflexiones en el Día del Idioma

El 21 y el 23 de abril siempre han tenido un enorme significado, no porque estos dos días estén tan cerca entre ellos, sino porque estas dos fechas han estado muy cerca de mí y guardan connotaciones inmensas: uno es el cumpleaños de mi madre y el otro el Día del Idioma, y los dos proyectan una imagen de dos colores trascendentales. Uno de ellos es el respeto, que aprendí por los dos, por el idioma y por ella, que guardaba un especial cuidado en el uso de las palabras.

Por ese respeto por el idioma, pienso en detalles de su uso, como que mi mamá murió en lo que hoy, bien aplicado, sería “el noveno piso”, precisamente porque tenía ochenta y tantos. Ella, como todos los seres humanos, nació para “caminar” en su primer año y en su primera década, y, por tanto, en su primer piso, y, así las cuentas, si murió de ochenta y tantos, pues vivió sus últimos días en el noveno piso. Hoy estaría en los noventa y tantos y, por tanto, en el décimo piso. Eso, como la necedad de que el siglo XXI comenzó en 2000 y no un año después, es muy difícil de lograr que se entienda.

Y por esa dificultad para lograr que se entiendan tantos usos incorrectos, el otro aspecto trascendental es el instinto natural de enseñar. Ella murió haciendo —como todos quisiéramos— lo que siempre hizo y quiso hacer: enseñar. Tanto amaba ella la enseñanza como respetaba el idioma y como le dolía la ingratitud.

Heredé su persistencia, pero nunca aprendí a no darme por vencido. Mientras ella hubiera podido deshacer un ñandutí una y otra vez para volver a empezar hasta que quedara perfecto —eso lo aprendí— y así lo enseñaba a sus alumnas, y era capaz de repetir y hacer repetir hasta que se lograra lo mejor —eso no lo aprendí— a mí me toca ver cómo nuestra cultura se deshace en pedazos, cómo la sociedad se vuelve incapaz de escuchar lo que sea: al otro, una queja, música…; cómo es incapaz de mejorar, de emprender, y a cambio busca caminos fáciles; cómo es incapaz de procurar mejores palabras, mejores maneras, mejores armonías.

Enseñar hoy depende del programa que alguien estableció de manera arbitraria, sin gramática, sin ortografía; sin diéresis ni virgulillas; sin estructuras ni coherencia; sin los nombres de las palabras ni los nombres de las letras; sin elle ni ye; sin pronunciación en castellano. La enseñanza no piensa en el entorno ni en quienes intervienen en el proceso: el maestro y el discípulo. Y, encima, corregir es prohibido: no es prudente, no es decente, no está de moda; no es “políticamente correcto”.

@PunoArdila

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