Las mascotas, un acento en la melodía de la vida

Por RUBÉN DARÍO CÁRDENAS*

¿En qué momento los seres humanos pierden la conexión con la naturaleza y se tornan egoístas, depredadores y violentos? ¿Qué omisión de la familia o apatía de la escuela está permitiendo que los escolares olviden el lazo con la tierra y la cercanía a sus ciclos de vida? ¿En qué momento perdemos la sensibilidad y el asombro ante los dedos campesinos que nos proveen de frutos y sanan la casa tierra?

No podemos despachar el asunto con una respuesta sencilla. Considero que se han unido muchos factores para fomentar la insensibilidad y la ceguera colectiva, consintiendo modelos de vida que naturalizan la guerra, la devastación de la piel del planeta y el triunfo de quienes llegan a la cima -sin importar los medios ni las victimas a su paso- enarbolando la sagacidad y la arrogancia de su poderío.

En contraste, es profundamente educadora la relación que tejemos con nuestras mascotas. Nada es más hermoso que el amor innato que muestran los niños en su despertar a la vida; piedras, raíces, hojas, flores, el brillo del agua, el canto de los pájaros, todo resulta, a sus ojos, maravilloso. Este amor espontáneo es abonado por los padres, quienes les permiten tener una compañía mimada y ese apego se torna transformador y vital en la melodía de la vida.  

La labor educativa es clave para que los niños asuman a su mascota como un ser con necesidades y emociones, un ser que demanda amor y protección. ¿Qué es lo que busca tu gato cuando te lame los pies? ¿Qué hacer si tu perro busca refugio cuando truena? Una relación sana lleva a los niños a descifrar los guiños de su mascota, una mirada, un roce, un ladrido airado. No siempre es así.  Ocurre, más de lo que podría pensarse, que el indefenso animal termina convertido en un objeto de diversión, solo buscado para el juego, pero no para hacerse cargo de él, pues esta responsabilidad recae en los adultos que “lo libran” de su deber.

En esta visión de la “mascota juguete”, que se tira y se abandona, la familia desperdicia la oportunidad de que el niño asuma una relación que lo enriquece, al hacerlo responsable de una criatura que lo conecta con el lenguaje de un sentimiento sin palabras, que lo reta y lo estimula a aprender otras formas de convivencia y de lealtad. ¿Quién mejor que un perro para interiorizar lo que es la amistad? ¿Quién mejor que un gato para saber lo que es el amor y la independencia? Es la posibilidad de interactuar con criaturas que no siempre están para dar placer, que padecen cansancio, se enferman, tienen dolores y los intuyen en sus “cuidadores”. Una complicidad entrañable que Margarita Rosa de Francisco declara de una forma tan tierna como retadora: “Lo que no puedo soportar del dolor en los otros animales es precisamente su carácter de indecibilidad…”

La relación con su mascota eleva el compromiso del niño con lo humano. Pensemos en la disposición para hacer amigos. Puedes comprar una mascota, pero no puedes comprar un amigo, puedes tener un animal, pero “poseerlo” no lo hará tu compañero.  Interiorizar esa transcendencia forja el sentido esencial de la otredad, de reconocer y respetar todo ser vivo. Es el ingreso a las arenas, siempre movedizas, de las diferencias personales, para las que no hay fórmulas ni recetas.

El grado de comunicación que logramos con nuestras mascotas es excepcional. Presienten nuestra llegada, nos acompañan en la enfermedad, nos alegran la cotidianidad. Quizá su enseñanza más grande sea aprender a amar al otro por lo que es y no por lo que queremos que sea. No todas las personas son capaces de un amor desinteresado, un animal, en cambio, demuestra un amor incondicional. Nos preparan para los desprendimientos. Parten antes que nosotros, nos preparan para su partida y en estas experiencias de duelo, ayudan a fortalecernos para la pérdida de nuestros seres queridos y para nuestro propio viaje. 

La instrumentalización de las mascotas acrecienta la visión egoísta y prepotente que adorna a nuestros “héroes modernos”, contraria al imaginario de épocas pasadas, que nos trae Saramago en los recuerdos de su infancia:

“En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a su cama. Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta.”

Esa íntima relación con el mundo la aprendió con su abuelo Jerónimo: “…al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver. En el fondo de su corazón tal vez, mi abuelo supiera de un saber misterioso, difícil de expresar con palabras, que la vida de la tierra y de los árboles es una sola vida.”

Si el niño aprende a querer su perro, amar su gato, participar del cuidado del jardín, adoptar y cuidar un árbol, jamás se le pasará por la cabeza hacerle daño a ninguna especie y menos a un ser humano. Lo que vemos a diario revela una insensibilidad que tiende a normalizarse: hectáreas de bosque incendiadas, vetas de vegetación envenenadas por la búsqueda de oro o de petróleo, mascotas abandonadas, cientos de aves cautivas, animales silvestres apresados como trofeos o exhibidos como presas de caza.

¿Cómo lograr que esa semilla de asombro y sensibilidad de nuestros pequeños se mantenga y se acreciente en su vida escolar? Amerita la revisión del currículo para impedir que se siga fracturando esta conexión con la vida que significa la tenencia y el cuidado de las mascotas. Bastaría recobrar la visión holística de nuestros ancestros que consideraban el palpitar de la vida como un tejido cósmico hilado por el agua y nutrido por el sol, en ciclos de dependencia que renuevan y prolongan el canturreo de sus criaturas. 

@ruben_dario1958

* Rubén Darío Cárdenas nació en Armenia, Quindío. Licenciado en Ciencias Sociales y Especializado en Derechos Humanos en la Universidad de Santo Tomás. 30 años como profesor y rector rural. Fue elegido mejor rector de Colombia en 2016 por la Fundación Compartir. Su propuesta innovadora en el colegio rural María Auxiliadora de La Cumbre, Valle del Cauca es un referente en Colombia y el mundo

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