La épica batalla de Caralinda y el jaguar

Convirtió el apartamento en su refugio; en él estaba todo lo que le hacía suspirar: su olor, sus silencios, sus recuerdos. Lo poco que trajo consigo. La ciudad le parecía inmensa, hostil, y prefería contemplarla desde lejos. Sus ojos, quietos y hondos, parecían ocultar un secreto. Desde niña su padrino había visto en el lunar de su cuello un signo del destino, un presagio de grandeza incierto. Pero la educación austera de sus padres la encausó hacia la obediencia y el recogimiento, y su vida se redujo a pequeñas cosas, a prolongados silencios. Para Josefa el mundo transcurría lento. Cada jornada era un rito: el café caliente al amanecer, el desayuno mientras su marido se vestía para ir al trabajo; el aseo de la casa, de su cuerpo, y observar a través de la ventana a los perros vecinos jugar en el patio, bajo el guayacán que dejaba caer su sombra y sus hojas muertas sobre el pasto.

Toda su vida giraba en torno a él, todo su tiempo, cada minuto, cada segundo. A medio día lo imaginaba saboreando el almuerzo que ella le había preparado, y al caer la tarde, luego de hacer la cena, lo esperaba ansiosa en la ventana para ver su silueta aproximarse hasta ella. Moría por la hora de fundirse en sus brazos, en su cama.

Eran jóvenes y bellos, una pareja deseable. En el culto todos extrañaban la ausencia de hijos en el matrimonio y los instaban a buscarlos. Ante la sospecha de que estuvieran planeando, y la velada sonrisa de picardía con que ella asistía al templo cada domingo, el pastor les advirtió que la intimidad sin propósitos reproductivos era considerada lujuria y una ofensa contra la castidad. Desde entonces asumieron la abstinencia como parte de su destino. Presa de un sentimiento parecido a la melancolía, en lo más hondo de su ser, Josefa sentía que algo bullía: un grito primitivo, un presentimiento sombrío, una energía indócil la empujaba desde adentro. A la espera de que algo ocurriera, aquella noche de tormenta y sobresaltos, un rayo hizo astillas las alas de su ventana y ella despertó intranquila. A su lado, el cuerpo de un hombre extraño respiraba agitado. Su rostro no pertenecía a ningún recuerdo conocido. Ella gritó, se apartó horrorizada y tomó en sus manos el tubo de la cortina. 

—Josefa, —murmuróél—, soyyo, tumarido.

Pero ella no estaba convencida, su nombre no era Josefa, y tampoco tenía marido. En su interior, una fuerza feroz la poseía: el espíritu de Caralinda, el brío indomable del trueno.

Caralinda era una princesa india, destinada desde niña a ser una Virgen del Sol. Los ancianos vieron en la marca de su cuello el resplandor de la luna, y la instruyeron en los secretos de hierbas sanadoras, le enseñaron a guiarse por las estrellas durante la noche, a identificar las fases lunares, a preparar la chicha sagrada masticando maíz, a extraer el veneno de ranas y serpientes para impregnar la punta de sus flechas. Aprendió conjuros contra los enemigos y sortilegios para detener la lluvia, pero también a tensar el arco y a arrojar su lanza de forma certera.

Era apenas una adolescente cuando fue enviada al corazón de la selva durante nueve días con sus noches como prueba final de su entrenamiento para la vida adulta de agorera. Sola, rodeada de murmullos y de verde, enfrentó a los elementos, a los fantasmas y espíritus del monte, y a las fieras que acechaban en la oscuridad atraídas por el olor a sangre que corría por sus piernas. En lo más alto del monte improvisó una fogata con troncos secos. Hizo la danza del sol en torno a ella y cazó animales salvajes para su alimento. Entre cocuyos y rugidos amenazantes arrojó su lanza contra la sombra del jaguar. La fiera que espiaba en la penumbra huyó herida y juró venganza en el lenguaje inescrutable de los espíritus. La última noche, una tormenta diabólica azotó la montaña, arrancó árboles, tumbó nidos, apagó el fuego y todo fue confusión. Un rayo partió el cielo en dos, envolviendo a Caralinda en un resplandor de colores que la sacó de su cuerpo y de su tiempo.

Desde entonces, Josefa comenzó a levantarse en las noches de tormenta como una sonámbula. Poseída salía al patio con los pies descalzos y desnuda, danzaba bajo la luna mientras el viento le azotaba el rostro como un látigo. Alzaba los brazos hacia el cielo e invocaba al espíritu del jaguar. Sus palabras eran desafíos y conjuros, lo llamaba cobarde, lo instaba a salir de su guarida, a mostrar sus colmillos, —aquí estoy maldito, ven por mí, pelea conmigo bajo el trueno.

Descorazonado, el marido de Josefa optó por un ritual de sanación, con cadenas de oración y exorcismos frente al culto; luego decidió llevarla a un psiquiatra, pero tras examinarla muchas veces, no encontraron nada malo en sus pensamientos, ni en su corazón.

Después de mucho tiempo, de muchos retos y muchos aguaceros el jaguar surgió de la oscuridad con ojos encendidos en mitad de la tormenta. Josefa o, acaso Caralinda lo enfrentó con decisión. De las ramas del guayacán tumbado por el rayo improvisó una lanza, y cada destello la iluminaba como si ardiera en llamas. La batalla fue brutal, un combate chamánico entre dos fuerzas antiguas. El rugido del jaguar se mezcló con el trueno, y los gritos de la mujer atravesaron la lluvia con el furor de un canto de guerra. En torno a ellos, el viento giraba como un torbellino y las sombras parecían danzar en círculos, tal vez espíritus invocados para presenciar el duelo.

Fue un combate sin tregua hasta el amanecer. El jaguar embestía con la furia salvaje del monte, y Caralinda respondía con la fuerza ancestral de sus conjuros; con la sangre ardiente de sus abuelos. Cada golpe era acompañado por un relámpago que los hacía parecer figuras de fuego, y cada rugido era respondido por un canto chamánico que pedía a los dioses devolverla a su pueblo, a su tiempo. La ciudad entera pareció contener la respiración. Al final, malheridos, ambos cayeron rendidos en un áspero sofoco.

Al despertar, el marido de Josefa encontró su cuerpo desnudo tirado en el patio. Aún podía sentirse latir su corazón. Tenía la piel rasgada por completo, su espalda, sus senos, su cara. La tomó en brazos y la llevó al hospital. Sin una explicación certera, los médicos atribuyeron sus heridas al impacto del rayo sobre el árbol.

En tanto Caralinda, no se sabe cuántos años atrás, despertó en lo profundo de la selva. El cuerpo del jaguar yacía a su lado, vacío, muerto. Junto a ellos todo era luto y misterio. Con yerbas cubrió las heridas de su piel y rezó a los espíritus del monte en agradecimiento. Cuando apareció entre los árboles, los tambores se detuvieron, la tribu entera la contempló en silencio. La piel del jaguar cubría sus hombros y todos comprendieron sin necesidad de preguntas: Caralinda, virgen del sol y guerrera, venía de otro tiempo; enfrentó a los fantasmas de la jungla y derrotó al espíritu del jaguar. Entonces fue proclamada agorera, jefa de su pueblo, guardiana de la selva, dueña y señora del trueno.

F. Sánchez Caballero

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