Por RUBÉN DARÍO CÁRDENAS*
“Entiendo que no han llegado los de la Cruz Roja, por consiguiente, vamos con toda la libertad de operación y jugando contra el tiempo, por favor, apurar, apurar a consolidar y acabar con todo y consolidar el objetivo”. Jesús Armando Arias Cabrales (Arcano 6), comandante de la Brigada 13
“Se ha terminado esta horrible pesadilla. Ya estamos fuera del Palacio de Justicia. Estoy viva, ¡viva!, ¡es un milagro! Nos llevan en un carro, no es de la policía, pero vamos confiados porque estamos en sus manos. Ellos nos libraron de una muerte segura. No veo la hora de avisarle a mi mamá.”, esto pensaba una de las trabajadoras de la cafetería, aquel terrible día de noviembre. Jamás regresó a su casa. Años después sus restos fueron encontrados en una fosa común. Era una cifra más del aniquilamiento militar.
Cuarenta años después, la herida del Palacio de Justicia no termina de sanar, y no sana, porque el propósito de la justicia restaurativa no se ha cumplido: los colombianos no sabemos toda la verdad, los distintos actores no han reconocido su parte de responsabilidad en lo ocurrido y no se ha reparado a las víctimas. Incluso se han removido del cargo a los funcionarios judiciales que han hallado evidencias comprometedoras, como fue el caso de la fiscal Ángela María Buitrago. La urgencia ha sido declararlo un “caso cerrado”.
Hay que repetirlo una y mil veces: en el Palacio de Justicia perdimos todos. Perdió la guerrilla, perdieron las fuerzas militares, perdió el gobierno de Betancur y perdió el país entero. Vamos por partes. Es innegable que la guerrilla realizó un acto temerario que desencadenó una respuesta demencial del Eército, por fuera de todo principio de legalidad y de un mínimo de valoración de la vida humana. Una respuesta calculada y macabra que le costó la vida a todos los magistrados, a quienes allí trabajaban, a los empleados de la cafetería, a los visitantes de ese fatídico 6 de noviembre, a miembros de la fuerza pública y a todos los guerrilleros, excepto Clara Elena Enciso.
El M-19 creyó en el acuerdo de paz, pero el incumplimiento del gobierno de Belisario lo llevó a esta acción desesperada. Mientras el M hacía demostraciones de querer ingresar a la lucha política, las fuerzas armadas, fuera de todo control, entorpecían el proceso. Los mismos negociadores del gobierno, Otto Morales Benítez y John Agudelo Ríos, manifestaron su preocupación por los “enemigos internos” que saboteaban los acercamientos. Morales Benítez en carta a Betancur lo precisa: “los enemigos de la paz que están agazapados por fuera y por dentro del gobierno. Esas fuerzas reaccionarias en otras épocas lucharon, como hoy, con sutileza contra la paz, y lograron torpedearla. Por ello nunca hemos salido de ese ambiente de zozobra”
¿Dónde quedaba la palabra empeñada en los acuerdos firmados?
Las pruebas indican que el M19 pretendía enjuiciar al gobierno Betancur como traidor a los acuerdos de paz y hacerlo a través de los jueces de más alto rango, ello explica por qué el palacio de justicia se convierte en el objetivo. CLAMOR DE JUSTICIA, tal parece fue el móvil de la toma.
¿Será posible justificar una acción temeraria bajo una causa noble, como la justicia social?
Qué ironía: en ese momento muchos colombianos aplaudieron la intrepidez de la acción y sus “buenos propósitos”. Nunca se dimensionó el desenlace sangriento, triste y desolador que tendría.
Los militares también se equivocaron. Entorpecieron el naciente proceso de paz. En su doctrina, largamente aprendida en los cursos del batallón y la Escuela de las Américas, se veía a los guerrilleros como “el enemigo interno” que debía “borrarse del mapa”. Sabían de los preparativos de la toma y dejaron el camino despejado para que “solitos” entraran al matadero. La denominada “retoma” fue una carnicería, no tenía la intención de proteger a los civiles. El libreto, ya conocido, de los “falsos positivos”. La escena del crimen fue descaradamente manipulada. Los cuerpos carbonizados fueron lavados, en muchos casos, sus ropas cambiadas y movidos deliberadamente. Varios de los que salieron vivos aparecieron muertos entre las ruinas humeantes del palacio.
“Algunos magistrados, guerrilleros y trabajadores “rescatados” por el ejército luego aparecieron muertos o desaparecieron”, es una realidad que no han podido tapar. Lo inadmisible es que se siguen torpedeando las investigaciones. Helena Urán, hija del magistrado Carlos Horacio, no solo ha logrado esclarecer la infamia de lo ocurrido con su padre, sino que ha arrojado nuevas luces sobre lo ocurrido en esos nefastos días. Ella encontró que, para el momento de la toma, tanto el Consejo de Estado como la Corte Suprema de Justicia, reabrieron 120 casos, que habían sido apresuradamente cerrados por la justicia penal militar, sobre violaciones a los derechos humanos, torturas en las caballerizas del ejército y desapariciones. En la visión más miope y oscurantista, los militares consideraron que los magistrados se estaban prestando para “ensuciar” la labor “loable” que “por la patria” realizaban. La retoma era una oportunidad única para acabar con los guerrilleros y con los magistrados, quemando, de paso, todos los procesos adelantados en defensa de los derechos humanos.
El estado debe pedir perdón: ¿Cómo pudo ser posible que hubieran hecho oídos sordos a los gritos desesperados del presidente de la corte, pidiendo que cesaran los disparos y se detuviera la arremetida que amenazaba sus vidas? ¿Cómo pudo dar carta blanca al despiadado accionar del ejército y permitió el uso de explosivos, traídos con urgencia de Estados Unidos, para terminar de “neutralizar” a los guerrilleros que resistían en el cuarto piso, sin importar la vida de los magistrados?
En el ingreso al palacio murieron dos vigilantes de una compañía privada y en el intento por contrarrestar el accionar de la guerrilla varios policías perdieron la vida. Injustificable. Sus familias también necesitan escuchar un pedido de perdón. Hermanos colombianos matándose entre sí, mientras la dirigencia política se limpiaba las manos. Para que el ejército hiciera tranquilo “su trabajo”, se prohibió la transmisión televisiva y se distrajo a la audiencia con la presentación de un partido de fútbol. El colmo de la insensibilidad.
Todos perdimos en el Palacio. La toma despiadada, con la retoma desencadenó en atroz barbarie, así lo ha catalogado la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Aún es tiempo de resarcir la revictimización que durante tantos años han sufrido los familiares y los inmolados. El presidente Petro, en su doble condición de ex miembro del grupo guerrillero y presidente, puede reparar en algo esta injusticia macabra y en acto público y solemne, otorgar tres medallas de la Cruz de Boyacá una por cada representante de víctimas: magistrados, fuerzas del orden y guerrilleros.
La pregunta que hoy formulo, fundamental para el presente de la sociedad colombiana, es ¿por qué cuarenta años después, la toma del Palacio de Justicia sigue siendo una tragedia viva cuyo dolor se perpetúa en el corazón de la nación? Mientras que países como Chile, Uruguay y Argentina han cerrado las heridas de sus conflictos internos y sus sociedades se han reconciliado gracias a la aplicación de la justicia que llevó a los estrados a los políticos y militares responsables, en Colombia nuestras heridas se hacen llagas. Un manto de impunidad propiciado por un pacto de silencio nos condena al dolor y el resentimiento.
¿Por qué fue declarado inocente el coronel Alfonso Plazas Vega, si en su propia casa se encontraron grabaciones que lo comprometían con los desaparecidos? Esta laxitud de la justicia es muy dañina, en palabras de Helena Urán: “si se hubiera confrontado, si hubiera llamado a rendir cuentas a los responsables, con seguridad no se hubiera profundizado en el genocidio de la Unión Patriótica ni en los “falsos positivos”.
Es esperanzador lo hecho por la JEP, ha empezado a dar pasos correctos, pero sigue siendo tímida y parcializada respecto a los miembros de la sociedad civil que han sido promotores del conflicto. La justicia de hoy no ha sido digna heredera de la que fue inmolada en el palacio. Los espejismos de la codicia del dinero y el clientelismo enturbian la confianza que la sociedad les ha confiado. Es urgente que el nuevo Gobierno, lidere la reestructuración del sistema judicial, que aleje a los togados del envilecimiento del poder y tomen firme la balanza. Es incontrovertible: sin verdad, sin perdón, sin justicia y reparación es imposible alcanzar la paz y unirnos como nación.
* Rubén Darío Cárdenas nació en Armenia, Quindío. Licenciado en Ciencias Sociales y Especializado en Derechos Humanos en la Universidad de Santo Tomás. 30 años como profesor y rector rural. Fue elegido mejor rector de Colombia en 2016 por la Fundación Compartir. Su propuesta innovadora en el colegio rural María Auxiliadora de La Cumbre, Valle del Cauca es un referente en Colombia y el mundo