Uribe, Bolsonaro: ¿vidas paralelas?

La historia política de América Latina está salpicada de figuras que despiertan pasiones encendidas y odios viscerales. Álvaro Uribe Vélez y Jair Bolsonaro no solo encajan en esa categoría, sino que parecen reflejos distorsionados el uno del otro. Aunque separados por geografías, contextos y estilos personales, estos dos expresidentes—uno colombiano, el otro brasileño—comparten más que una ideología de derecha: comparten una narrativa de ascenso basada en el culto al orden, una popularidad cimentada en el miedo y una caída que hoy los coloca al borde del banquillo judicial.

Álvaro Uribe nació en Medellín en 1952, en el seno de una familia ligada a la ganadería y con vínculos en el mundo empresarial antioqueño. Con el hallazgo del helicóptero de su padre en Tranquilandia y a partir de otros asuntos se ha especulado sobre un posible vínculo con el narcotráfico que la justicia jamás ha probado.  Desde joven se destacó por una disciplina férrea, que lo llevó a convertirse en director de la Aeronáutica Civil a los 28 años, y luego senador por el Partido Liberal. En los 90 se distanció de los liberales tradicionales y se proyectó como independiente.

Jair Bolsonaro nació tres años después, en 1955, en el estado de São Paulo. Hijo de un dentista y de ascendencia italiana, abrazó la vida militar desde joven. Capitán del Ejército, se convirtió en diputado federal en 1991 y ocupó ese cargo durante casi tres décadas, caracterizado por su estilo incendiario, su nostalgia por la dictadura militar brasileña y su escasa productividad legislativa. A diferencia de Uribe, ponente de leyes tan polémicas como la Ley 100, Bolsonaro permaneció en las márgenes del Congreso, esperando su momento.

Los dos, tanto Uribe como Bolsonaro, encontraron su auge político en contextos de crisis. Uribe fue elegido presidente en 2002 en medio del descrédito institucional causado por el fracaso del proceso de paz con las FARC. Su discurso era claro: seguridad democrática, mano dura contra la insurgencia y confianza inversionista. Se le atribuye la reconfiguración del conflicto armado colombiano, debilitando militarmente a las guerrillas, y una política económica que atrajo capital extranjero. Después de torcer la constitución con escándalos como el de la Yidispolítica (compra de votos en el Congreso), fue reelegido en 2006 con altos niveles de aprobación.

Bolsonaro, en cambio, fue elegido en 2018 en un Brasil herido por el escándalo de corrupción más grande de su historia—el Lava Jato—y una economía estancada. Su figura creció como la de un outsider, aunque había sido parte del sistema durante años. Usó las redes sociales con maestría, y se proyectó como el «salvador» moral de Brasil, prometiendo acabar con la corrupción, reprimir la criminalidad y defender los «valores cristianos». Al igual que Uribe, su narrativa giraba en torno a la restauración del orden. Ambos hombres construyeron sus imágenes sobre la guerra. Para Uribe, fue la guerra contra las FARC y el terrorismo. Para Bolsonaro, fue una guerra cultural, moral.

Uribe, maestro de la retórica disciplinada, dejó frases como “hay que desmontar el odio de clase” o “el corazón grande no puede ser sinónimo de debilidad en la autoridad” o como la tan desafortunada “no estarían recogiendo café”, sobre las víctimas de ejecuciones extrajudiciales.

Bolsonaro, en cambio, se hizo célebre por su estilo bronco y sus declaraciones misóginas, homofóbicas y racistas. Dijo que prefería “un hijo muerto a un hijo gay”, o que “no se viola a quien no lo merece”.

A Uribe lo han rodeado escándalos desde hace años: vínculos de su entorno político con el paramilitarismo, la aprobación de su reelección mediante el presunto soborno de una congresista, el escándalo de las “chuzadas” del DAS a opositores y periodistas, y sobre todo, el caso de los “falsos positivos”: ejecuciones extrajudiciales de civiles presentados como guerrilleros muertos en combate durante su gobierno. Ahora, enfrenta un proceso por algo mucho menos grave: la presunta manipulación de testigos, que lo obligó a renunciar a su curul en el Senado.

Bolsonaro tampoco se ha librado. Sus hijos están bajo investigación por corrupción y lavado de dinero. Él mismo ha sido señalado por injerencias en la Policía Federal, desinformación sistemática durante la pandemia y, más recientemente, por un intento de golpe de Estado para desconocer su derrota electoral en 2022 frente a Lula da Silva. Ya perdió sus derechos políticos hasta 2030 por abuso de poder, y podría enfrentar penas aún más severas por el intento de subvertir la democracia el 8 de enero de 2023, cuando sus seguidores, al mejor estilo de los de Donal Trump en 2021, invadieron las sedes de los tres poderes en Brasilia.

Ambos líderes construyeron relatos mesiánicos y ahora intentan reformularse como mártires del sistema. Uribe ha dicho que lo persiguen porque “combatió al terrorismo con eficacia”. Bolsonaro, por su parte, se victimiza ante “una justicia parcial” y acusa a la izquierda de querer silenciarlo. Sus seguidores les creen y sus detractores los consideran peligrosos para la democracia. El dilema es el mismo: ¿son estos hombres víctimas de una revancha política, o simples caudillos que terminaron atrapados en las redes del poder que tanto despreciaron?

Hoy, el ocaso de sus carreras tiene un aire shakesperiano: no han sido derrocados por enemigos externos, sino por su propia hybris. En la cima de sus poderes, despreciaron la ley como si estuviera escrita para otros. Ahora, la ley toca a su puerta. Sus ocasos no dejan de recordarnos los de Bolívar, San Martín o el mismo Napoleón, otrora poderosos, pero solos enfermos y despojados hasta el más mínimo poder en sus momentos finales. El poder, como la belleza, es pasajero. Así se encargó Shakespeare de hacérnoslo saber, en el siglo XVI, con la historia de Ricardo III. Ahora, en el XXI, que la justicia haga lo suyo, tanto en Brasil como en Colombia.

@cuatrolenguas