Por F SÁNCHEZ CABALLERO
Era un domingo temprano, la ciudad apenas despertaba. Las calles lucían vacías y el viento del centro traía un olor a pan rancio y a orines. Tomé un bus rumbo al estadio, patinar se había convertido en mi pasatiempo, más por esnobismo que por pasión. Comenzando el recorrido subió una mujer algo contrariada, se tambaleaba un poco. La desgracia parecía posada en su hombro como un cuervo amaestrado. Llevaba el maquillaje corrido, el labial desbordado, la pestañina chorreaba por sus mejillas a manera de lágrimas.
—Permiso—, dijo al pasar junto a mí, para acceder al puesto de la ventanilla. A su paso pude sentir el olor a alcohol y las oleadas de su sexo. No lo dije en voz alta, pero de alguna manera ella pareció adivinar mi pensamiento.
—Los cocteles y el humo del cigarrillo del bar donde trabajo— me dijo como si quisiera disculparse. Su voz sonaba espesa, noctámbula. Sin proponérmelo, miré sus senos de reojo; ella lo advirtió y se despachó con un monólogo impredecible.
—Esto que ves aquí no es un tatuaje—, dijo señalando el descuidado escote de su blusa roja, que atrajo mis ojos durante una fracción de segundo. —Tiene la forma de un delfín, ¿lo ves? Pero no, es una mancha de nacimiento, que se enrojece cuando bebo vermut. Una vez se me pase la resaca, se desvanecerá por completo y solo verás mis tetas.
Hablaba con naturalidad, sin coquetería, como quien habla del tiempo o de la lluvia. Yo sonreí un poco, tal vez por su expresión desinhibida. Ella siguió como si de una conversación se tratara.
—Fue una noche de mierda, ni siquiera hice para el taxi. Me quedé dormida y el que se duerme, tú sabes, pierde. El desgraciado que invité al cuarto ya no estaba cuando desperté. Otra culiada perdida. Mis amigas no me lo van a creer. Tanto que me lo han advertido. A medida que una envejece, son más los que se van cuando sale el sol, que los que se quedan.
Ella calló y apoyó la frente contra el vidrio. Un rayo de sol le dio de lleno en el rostro, por un momento pareció más joven y hermosa. Por la ventanilla del bus la ciudad pasaba lenta.
Sin esfuerzo pude imaginar la escena de su noche por completo. Ella en el bar, atendiendo aquí y allá al ritmo del bandoneón que sonaba en la rockola. El lugar olía a alcohol, a perfume barato, a humo y a promesas gastadas. Ella servía tragos como quien reparte consuelos. Un hombre le lanzó una mirada desde la barra, entre inquisitiva y pagana. Ella se acercó, rozando su vaso con los dedos.
—¿Otro? —preguntó.
—Solo si tú me acompañas — dijo él, sin levantar la vista.
Fue el inicio de una malograda noche en la que ambos mintieron con la naturalidad de quienes no esperan verse de nuevo. Mientras iban y venían, hablaron largo rato. No parecía un asesino, tenía una expresión serena y los modales de un hombre culto. Así que lo invitó al cuarto. Él no mataba por dinero. Creía que la ciudad estaba podrida por mujeres como ella -de barra, de humo, de apasionamiento fácil- eran parte del problema. Había empezado con prostitutas, camareras, bailarinas. Mujeres que usaban el cuerpo como surtidor o moneda. Alguien debía hacerse cargo. Sin sobresaltos, ella se desnudó y tomó un sorbo de su trago. Él encendió un cigarrillo y se sentó en una silla para observarla, tirada en la cama. Aún era una mujer deseable. Quizá por el cansancio, ella se durmió con una dulzura insospechada. Sacó su arma, apuntó con la boquilla del silenciador sobre el delfín de su pecho, pero este se movió a otro lado, como si nadara sobre su piel nacarada. Se detuvo, levantó el arma, sintió que el animal lo miraba. Entonces encendió otro cigarrillo, contempló sus labios entreabiertos, el leve temblor de sus párpados, el reflejo dorado de la luz del bombillo bordeando sus senos y, ese delfín rojo que no dejaba de mirarlo. No era pecado lo que había frente a él, sino fragilidad. Guardó su arma. Algo se le removió, muy adentro. Entendió que su cruzada no era más que una coartada para no enfrentarse a sí mismo. No eran muy diferentes uno del otro, tan solo dos soledades en busca de refugio. Ella despertó con los rayos del sol, pero él ya no estaba. Se vistió, tomó sus cosas y caminó hasta el paradero del bus.
Con la cabeza recostada sobre la ventanilla, abrió los ojos, intranquila. Echó una ojeada a los edificios y me miró asustada, sin duda creyó haberse pasado de su destino. Comenzó a arreglar su blusa y hurgó el interior de su bolso. Pude ver su delfín una vez más, desvaneciéndose como una brasa que se apaga. Pensé en preguntarle su nombre, invitarla a un café, cotejar su historia con mis presentimientos, fingir que me importaba, pero a veces el silencio es la mejor forma de respeto; hay cosas que suenan falsas cuando se dicen en voz alta.
Se bajó sin decir nada; la vi alejarse por la calle vacía con una compostura a punto de desmoronarse. Por un momento, no sé por qué, tuve la sensación de que toda la ciudad era ella: hermosa y rota, cansada, pero aún de pie, bajo el despiadado sol urbano del domingo. (F)
@FFscaballero