Por F SÁNCHEZ CABALLERO
A veces me pregunto qué fue de esa muchacha de minifalda a cuadros que, en un paradero de bus en Medellín, fue subida a un auto negro por tres individuos una tarde de 1978. Sus gritos se diluyeron en el aire y se mezclaron con las bocinas y el ruido del tráfico, como el gemido de una sirena. Inútil resultó su enérgica resistencia. Sus objetos personales quedaron esparcidos en el pavimento y unas señoras los recogieron en silencio, mientras se hacían la señal de la cruz.
En esa época, como en tantas otras, el mal se disfrazaba de oportunidad y la insolidaridad o el miedo eran la norma. Las bandas de barrio raptaban menores hermosas no para reclutarlas, las digerían, las convertían en sombra, en cifras, en desechos de una ciudad que se devoraba a sí misma.
Aún recuerdo su cabellera alborotada y sus ojos desmesurados en busca de ayuda. Muchas semanas busqué su foto y su nombre en las páginas rojas de los diarios, que por esos días devoré con impaciencia; tampoco en la radio escuché ninguna referencia. Nada. Ni una mención, ni un cuerpo, ni un rumor de cafetería. Era como si nunca hubiera existido.
Desde entonces la he buscado en los rostros de las muchachas que tropiezo en el centro de la ciudad. A veces creo reconocerla en el reflejo de una vitrina, en la sombra de un ave que alza el vuelo, o mirándome angustiada desde la ventanilla de un auto en marcha. Pienso que quizá solo sean rezagos de mi culpa atrapados en algún lugar de mi memoria. Repitiendo la escena de su rapto, sé que algo pude haber hecho y fantaseo entonces, invento escenas complejas en su defensa donde me enfrento a golpes con los truhanes, la libero como un héroe legendario y me gano su corazón. Entonces veo al auto negro atravesar la calle despacio y en el reflejo de su vidrio reconozco mi rostro acobardado, envejecido.

Han pasado décadas. Medellín cambió. El paradero aquel ya no existe, pero cuando ocasionalmente paso por esa esquina, siento el aire detenerse y escucho suspendido el eco de sus gritos. La ciudad tiene rincones donde el tiempo no avanza. A la hora precisa de la tarde, con los mismos rayos de sol, puedo verla con su minifalda a cuadros y su bolso de colegiala, caminando lentamente, mirando el rostro de la gente que pasa, y entonces me tropiezo con sus ojos suplicantes. Por momentos observa el suelo rastreando un contorno ilusorio, un refugio seguro, como si buscara el lugar exacto donde su vida se detuvo. Hay ausencias que no se entierran, ni desaparecen del todo, flotan de recuerdo en recuerdo, a la espera de que alguien las cite o las nombre.
Me pregunto si su terrible encanto pudo ser la causa de su desgracia, nunca lo sabré. Su presencia pasó frente a mi tan solo un instante. Vivo con la amargura de que quizá, tan solo haya existido en mi recuerdo, que yo la haya inventado. Ya no sé si la vi, si alguien me lo contó o lo soñé. Si fue real o un destello en la ventana empañada del recuerdo. Tal vez fuera el flashback en blanco y negro de una película de Hitchcock, la escena de una cinta que se repite en una sala de cine abandonada. Como una improvisación de jazz en una noche alcoholizada, sé que jamás la olvidaré, pero nunca más podré reconstruir la partitura de su llanto. (F)
@FFscaballero