Si solo de justicia se tratara, quizá todos los poderosos tendrían que estar condenados. Tras las bambalinas del poder son necesarias alianzas non sanctas, por decir lo menos. Pensemos, por ejemplo, en los presidentes de EE. UU.: cada una de sus incursiones militares deja cientos o miles de muertos mientras los mandatarios siguen brindando con güisqui en sus mansiones.
Colombia también tiene casos dramáticos en los que el presidente ha llevado sobre sus hombros —si no para la justicia, al menos para la historia— cientos y hasta miles de muertos o desaparecidos, verbi gratia Rafael Reyes, socio de las caucherías que extinguieron a los huitotos; Miguel Abadía Méndez, presidente en ejercicio cuando ocurrió la masacre de las bananeras o Julio César Turbay, tristemente célebre por el estatuto de seguridad y recientemente vinculado al narcotráfico por documentos desclasificados de la CIA. Y como dicen en los programas de Televentas, aún hay más: además de esas alianzas presidenciales con el narcotráfico ha habido también contubernios regionales probados con paramilitares. Al margen de eso, solo en el gobierno pasado al menos 82 personas perdieron un ojo en las protestas del estallido social, pero el poder es suficiente para que esas cosas no pasen de ser ‘daños colaterales’.
El lenguaje jurídico, tan proclive a los eufemismos, le llama fuero presidencial a la protección jurídica que tienen los mandatarios durante el ejercicio de sus funciones, que si bien se fundamenta en blindar al mandatario de persecuciones y retaliaciones políticas, en el fondo también está motivado por el entendimiento de que el ejercicio del poder no es un asunto de ángeles ni de hermanitas de la caridad. Ya lo dijo Nicolás de Maquiavelo hace varios siglos: «A los hombres se les ha de mimar o aplastar, pues se vengan de las ofensas ligeras, ya que de las graves no pueden: la afrenta que se hace a un hombre debe ser tal que no haya ocasión de temer su venganza».
La reciente detención de Jair Bolsonaro en Brasil, y la aún más reciente de Álvaro Uribe Vélez en Colombia, que siguen ocupando los titulares de la prensa en ambos países, no dejan de ser motivo para reflexionar sobre el poder. En una columna anterior recordaba los ocasos de grandes poderosos, como Napoléon, Bolívar o San Martín; hoy quiero citar dos casos tan cercanos entre sí en sus execrables métodos como distantes en la aplicación de justicia: Jorge Rafael Videla en Argentina y Augusto Pinochet en Chile. Videla fue condenado en 1985, apenas dos años después de dejar el poder, murió en 2013 en el penal en el que pagaba una cadena perpetua y donde llevaba menos de un año detenido, tras estar otros en un penal militar, algunos en prisión domiciliaria y otros incluso en libertad, concedida por Carlos Menem. Pinochet, en cambio, murió en 2006, 32 años después de dejar el poder, pero sin ser condenado. ¿Cuáles son las razones de estas diferencias?
Pinochet se blindó a sí mismo de al menos dos maneras que son, en resumen, una sola: conservar el poder. Por un lado, aunque en 1990 entregó la presidencia, siguió siendo el comandante en jefe del Ejército por ocho años más y luego fue senador vitalicio, lo que le mantuvo su inmunidad parlamentaria. Por otro, se encargó de dejar una Constitución que dificultaba las acciones judiciales en su contra. Quizás recordemos que el juez español Baltasar Garzón logró en 1998 su detención en Londres, pero fue liberado año y medio después por razones humanitarias y, como ya se dijo, murió sin condena.
Videla, en cambio, desprovisto del poder, fue enjuiciado cuando, bajo el gobierno democrático de Raúl Alfonsín, Argentina impulsó un juicio histórico apenas dos años después del fin de la dictadura. Fue condenado por 306 privaciones ilegales de la libertad, 66 homicidios y otros delitos.
Como vemos, cuando el poder mengua la justicia llega, y en el caso de Uribe no es muy diferente: su reciente condena a 12 años de cárcel por los delitos de fraude procesal y soborno en actuación penal es prueba de que ya no es el hombre poderoso que alguna vez fue y que lo tuvo por muchos años envuelto en el teflón que lo hizo inmune a la justicia pese a que su guardia pretoriana poco a poco iba cayendo en prisión. Y aunque no fue un dictador, como Videla o Pinochet, las violaciones en derechos humanos fueron particularmente atroces, con 6402 ejecuciones extrajudiciales como punta del iceberg, pero con chuzadas a las Altas Cortes, a la oposición y a periodistas como rasgos de su estilo de gobierno, las cuales son delito y quedan aún por juzgar. No fue un dictador, es cierto, pero torció la Constitución para hacerse reelegir y, si no es por la institucionalidad, que se le impuso cuando intentó una segunda reelección, seguiría en el poder.
Ahora, no deja de existir una doble paradoja en el caso Uribe: fue él mismo quien renunció a la inmunidad parlamentaria para que, en vez de juzgarlo la Corte Suprema de Justicia, lo hiciera la justicia ordinaria, la Fiscalía, por entonces una institución afín a él, a su ideología y a su partido político. Además, el proceso que lo ha condenado en primera instancia a prisión domiciliaria fue iniciado por él mismo cuando, evadiendo un debate de control político, denunció a Iván Cepeda ante la Corte por el mismo delito que años después lo condenó: soborno a testigos.
El poder de Uribe hoy cotiza a la baja. Además de la condena, le negaron a su defensa la primera solicitud de revocatoria de la captura, y es bastante probable que la segunda instancia ratifique lo dicho por la jueza Sandra Heredia. Y, como en el caso de Videla, también es bastante probable que esta no sea la última condena para Uribe, pues cuando el poder mengua, la justicia llega, y al que llega se le da la bienvenida.
@cuatrolengas