Petición de mano

Llegó al pueblo como esos juglares de antaño precedidos de una fama remota y rodeados de un halo seductor. Tres años en el Ejército habían sido suficientes para convertirlo en un fortachón garboso, enamoradizo y mandamás. Era mi hermano mayor. Al verlo cruzar la plaza todavía con ropa militar, los señores lo seguían con respeto y las mujeres contenían la respiración. Su relevancia se hizo notable en el pueblo. Fue nombrado miembro de la junta de acción comunal y encomendado para dirimir los pleitos entre vecinos por un racimo de plátanos o por el extravío de un puerco.

Meses después llegó una familia del interior compuesta por el hombre de la casa, siempre con sombrero aguadeño, su mujer, una hermana de ésta, tres agraciadas hijas y un muchacho introvertido. Se alojaron en la casa vecina, habitualmente usada para huéspedes importantes. Como era costumbre con las familias recién llegadas, la comunidad comenzó a construirles un rancho confortable en los alrededores. En ese lapso de tiempo, el exmilitar estrechó su vínculo con las mujeres y, más adelante se ofreció a fabricarles trojas, camas, bancas y lo que ellas precisaran para sentirse cómodas en su nueva casa. Mientras tanto, el hombre del sombrero y su hijo abrían tajos en el monte y sembraban cuanto colino o semilla les obsequiaran en su nueva parcela ubicada en la parte alta del río. Las muchachas, que fluctuaban entre los dieciséis y los veinte años, sembraban matas en el jardín, tomates y cebollas en la huerta; la tía y la señora, cercanas a los cuarenta, criaban gallinas y cerdos en el solar. Los meses pasaron, las mujeres se veían más aclimatadas y lozanas, el río crecía cada que llovía, y las cosechas se multiplicaban con generosidad, en tanto el invierno y el verano se alternaban sin parar.

Un día cualquiera entre oscuro y claro, mi hermano fue interceptado en el camino rumbo a la finca. Con un machete clavado sobre un tronco y media cara oculta bajo el ala del sombrero, unos ojos rabiosos lo miraban sin parpadear.

–Tenemos que hablar seriamente –le dijo el hombre deteniéndolo a unos pasos con la palma de su mano, –usted como que me vio cara de pendejo.

Por su tono de voz, el exmilitar supo que estaba en problemas, pero todo debía hacer menos demostrar miedo; sin saber qué responder se limitó a escuchar.

– Usted se ha tirado a mi mujer, a mi cuñada, a cada una de mis hijas… mejor dicho, en esa casa yo solo respondo por mi culo; así es que arreglemos esto de hombre a hombre y matémonos aquí mismo.

En el Ejército no lo habían preparado para un momento como ese; jamás en su vida de peligros se había enfrentado a la muerte tan de cerca. Sopesó las ventajas y desventajas de la situación y en todas tenía las de perder, pero de repente se le iluminó el bombillo y tan calmadamente como pudo respondió:

–Precisamente estaba por hablar con usted, señor. Espero que me entienda, uno acá, solo en este monte; creo que es hora de conformar mi propia familia…quisiera pedirle la mano de una de sus hijas.

El hombre cambió de expresión, aflojó la cacha de su machete instintivamente y, acomodándose el sombrero, expresó:

–Veamos si le entendí bien: ¿usted se quiere casar con una de mis muchachas? ¿Y de cuál de todas estamos hablando?

–De la menor, –contestó él –aunque la verdad es que todas sus hijas son muy bellas…

No señor, –le interrumpió el hombre, –en mi tierra es costumbre que la primera en casarse sea la hija mayor.

Atrapado y sin más argumentos para salir intacto de dicha encrucijada, el exmilitar accedió a los términos sin reparos, –que sea la mayor entonces–, y se despidieron con un apretón de manos.

–Habrá una boda –dijo el hombre en su casa, quitándose el sombrero-: hubo una petición de manos.

Las mujeres se miraron sobresaltadas y, aunque todas sabían quién era el pretendiente, ninguna de ellas se atrevió a decir o preguntar nada sobre la escogida.

Por esos días mi hermano se refugió en la finca y se entretuvo en los más insólitos quehaceres. Nunca le vimos trabajar con tanto empeño: salía de caza con frecuencia, hizo un gallinero, promovió la limpieza del platanal, sembró dos cuarterones de yuca… Aunque el pueblo quedaba a solo diez minutos, jamás volvió. Un frenético intercambio de cartas comenzó entonces. Él vendió la idea de haberse enfermado de paludismo y yo, el menor de la casa, fui usado como correo humano para llevar las esquelas amorosas de todas las mujeres, que sin saber cuál era la elegida, cada una daba por hecho que se trataba de ella. Escritas en cualquier papel y sin sobres, las notas cedían sin resistencia a mi impudorosa curiosidad. En ellas le expresaban su amor sin límites, recordaban sus besos fogosos, enaltecían los moretones que aún conservaban en sus muslos y senos, añoraban la fiereza de esos furtivos encuentros en el monte, lo invitaban a soñar juntos el sueño que no habían tenido tiempo de soñar y le juraban fidelidad. Mientras él ocultaba las notas, a veces sin leer, entre las palmas del techo, junto al tambo donde dormíamos, ellas me obsequiaban con golosinas cuando salía de la escuela, frutas frescas y sonrisas para tratar de obtener una respuesta a sus muchos mensajes y ruegos.

Su estado de ánimo comenzó a flaquear. Perdió el apetito, se le veía distante y solo hablaba lo preciso. En medio de la incertidumbre por la falta de respuestas, ellas comenzaron a volverse agresivas conmigo, acusándome de no entregar sus notas desesperadas; pero al rato volvían dóciles con una guayaba, un mango o una maracuyá, indagándome acerca de él, si ya se había aliviado de la malaria, si preguntaba por ellas o si había alguna posibilidad de que yo les pudiera concertar una cita en cualquier potrero en medio de la noche.

Días después, con la convicción de un condenado a muerte y decidido a terminar con la angustia, él nos reunió a todos sus hermanos en la finca. Con muchos rodeos, pero sin lograr convencernos del todo, nos soltó su determinación de volver a tierras sabaneras en procura de un supuesto trabajo con la Policía, dejándonos la promesa de regresar. Una mañana de otoño, sin despedirse de ellas y sin explicaciones, subió al aerotaxi que circulaba por esos días rumbo a Montería. Jamás se le volvió a ver en el pueblo. (F)

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