Por YEZID ARTETA*
“Somos la generación que ve cómo los fascistas toman el poder o somos la generación que los detiene”, fue el lema que emplearon los jóvenes agrupados en Die Linke (La Izquierda), en las elecciones generales realizadas el pasado febrero en Alemania. Die Linke recuperó escaños e incorporó a cientos de jóvenes a sus filas. “Hemos tenido una clara derrota”, reconoció el charlatán Javier Milei luego de la aplastante victoria de la oposición peronista en la provincia de Buenos Aires, la demarcación electoral más grande e importante de Argentina. La motosierra va quedando sin combustible. Quitarle el pan a los pobres es un pecado sin expiación.
El capitalismo, en su versión más salvaje y expoliadora, acude a fórmulas extremas para conjurar sus reiteradas crisis. Luego del agotamiento de las formas neoliberales clásicas, las grandes corporaciones echaron mano a una alternativa política que, en algunos lugares del planeta, emplea una retórica y unos métodos similares al fascismo que en el siglo XX condujo al mundo por la aterradora senda del exterminio en masa. Los ultras de hoy no lucen uniformes como los de la Gestapo, pero sus objetivos son los mismos: someter a naciones mediante el terror, imponer políticas económicas contra la mayoría social y depredar sin límites a la naturaleza.
Países con una extensa singladura democrática están hoy piloteados por individuos empeñados en concentrar poder y provocar el mayor daño posible a la humanidad. Estamos ante un “declive shakespeariano”, escribe Robert D. Kaplan en su reciente libro Tierra Baldía, a propósito del comportamiento delirante de personajes como Trump, Milei o Bukele. Poseen “cierto grado de locura”, anota el asesor del Departamento de Defensa de los Estados Unidos. “Vivo, mato, ejerzo el poder delirante del destructor”, vocifera Calígula —el personaje de Albert Camus— mientras estrangula con su brazo a Cesonia. Y los oligarcas detrás de los delirantes, en la tramoya, manipulando la maquinaria, moviendo los hilos, frotándose las manos por lo bien que marchan sus negocios. Gozando su primavera.
Durante un encuentro virtual entre camaradas surgieron algunas preguntas: ¿Cuándo acabará la primavera de los ultras?, inquirió una amiga que trabaja de cocinera en un remoto pueblo nórdico. Cuando se produzca un cambio en la Casa Blanca, respondió resignado un amigo que conduce una furgoneta en una aldea sureña de España. Se va Trump y cae toda la estantería ultra que se ha levantado alrededor del mundo, comentó un chico que combate enfermedades tropicales en la selva amazónica. Mientras esto ocurre “uno no puede ponerse del lado de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la padecen”, como sentenciara Camus.
La prédica fascista está fagocitando a la derecha tradicional, como se puede ver en Alemania, España, Italia, Estados Unidos o el pasado domingo en los comicios de Noruega. Empero, el superávit democrático acumulado por décadas hizo que los socialdemócratas noruegos ganaran las elecciones, deteniendo por momento a la ola trumpista. Cuando te alejas, Viejo Topo, del lenguaje y de los intereses de los trabajadores y de los jóvenes sin futuro, te castigan en las urnas. Cuando te eligen en nombre de la clase trabajadora, pero luego la aplastas mediante recortes sociales, estás incurriendo en un fraude. Una estafa política. La ultraderecha se nutre del desencanto. Tierra fértil para los charlatanes.
No cabe, como enseña la historia, contemporizar con el fascismo. Contemporizar con Hitler (Acuerdos de Munich en 1938) condujo a una guerra que cobró la vida de veinte millones de combatientes y cuarenta millones de civiles. Sólo vale la confrontación política, la movilización social y electoral. Humillarse ante Trump por los aranceles y el gasto militar, como lo hicieron Ursula Von Der Leyen y Mark Rutte —presidenta de la Comisión Europea y secretario general de la OTAN—, contribuye al crecimiento de los ultras. China, por el contrario, no se han dejado chantajear. La XXV reunión de jefes de Estado miembros de la Organización de Cooperación de Shanghai realizada en China es una bofetada a Trump, quien se empeña infructuosamente en defender un mundo sometido a la hegemonía de los Estados Unidos.
Mientras algunos jefes de Estado se rinden ante la retórica trumpista, otros resisten. Incluso desde países que no tienen la fuerza de las grandes potencias, como es el caso de Colombia. Gustavo Petro, presidente de los colombianos, sentó una honrosa y patriótica posición ante la arbitraria “descertificación” del país por parte de la Casa Blanca. La ultraderecha colombiana celebró la sentencia de Washington. “Mexan por nós e din que chove” (Nos mean y dicen que llueve), reza una frase coloquial gallega, que cae como anillo al dedo a la oligarquía colombiana.
En la próxima columna, Viejo Topo, echaremos una mirada a los cachorros del trumpismo en Colombia. Por ahora te recomiendo la lectura de Hijo de un bastardo del escritor francés Sorj Chalandon, un relato autobiográfico de un hijo que descubre que su padre ha sido un traidor a la patria, un colaboracionista que se ha entregado voluntariamente a los nazis, a psicópatas como Klaus Barbie —El Carnicero de Lyon— capturado en Bolivia, y extraditado a Francia donde fue enjuiciado y condenado en 1987 a prisión perpetua.
En los archivos de la CIA y del Congreso de los Estados Unidos, repasados por el semanario alemán Der Spiegel, Klaus Barbie es nombrado como una ficha clave en el tráfico de cocaína en Sudamérica, amen de crear una estructura paramilitar neonazi en la ciudad de Santa Cruz y asesorar en materia de tortura y represión a los golpistas bolivianos. Las fichas van cuadrando Viejo Topo: nazis, narcos, ultraderecha, golpistas, paras, corrupción, descertificación, oligarcas… en fin.
@Yezid_Ar_D
* Tomado de revista Cambio Colombia