Lo que no rescató el Ransom Center

Tremenda exposición la de Gabo. Totalizante, ambiciosa dentro del ánimo de sus herederos y albaceas de mercadear su nombre al máximo y no dejar enfriar su exquisito cadáver literario. Además, es una exposición única, porque además del alud de documentos expatriados a Texas —toda una paradoja política, Gabo debe patear en su tumba por estar en manos de los gringos— reúne tesoros que solo pueden verse en la sede central de la Biblioteca Nacional en Bogotá, tales como ejemplares del famoso Comprimido, el periódico más pequeño del mundo, y poemas, dibujos, publicaciones tempranas y las libretas de calificaciones más perfectas que niño alguno pudo soñar en la escuela.

 Sin embargo, para el espectador gabómano y gabófilo deja un dolor, un vacío, un silencio detrás de tan avasallador alarde de universalidad y exhaustiva curaduría.

Y es la ausencia de una foto, un renglón, siquiera una mención cronográfica en una línea de tiempo, de la existencia de su hija mexicana, la insigne guionista de cine Indira Cato. Ella es el precioso destilado de un amor no precisamente de verano. de los cursos de cine que Gabo dictaba en  San Antonio de los Baños en la Cuba de los ochentas. Allí conoció a Susana Cato, su alumna, admiradora y coescritora —con Gabo, vaya honor— de varios guiones, entre ellos el del cortometraje El espejo de dos lunas, dirigida por Carlos García Agraz.

La historia, conocida de años atrás, está muy bien contada por Gustavo Tatis  Guerra, el periodista y escritor cartagenero fanático de Gabo. Gustavo conoció la peor tortura de un reportero, la de guardar una primicia in péctore durante más de una década. Debatiéndose entre la lealtad a su padre literario y la fiebre amarilla de su profesión, Gustavo resolvió su duda en largas conversaciones con Dasso Saldívar, el autor de la biografía no autorizada de Gabo El viaje a la semilla, en mi opinión la mejor, no tanto por el alud de datos —en eso le gana Gerald Martin— sino porque está bellamente escrita. Dasso opinaba que la historia de Susana Cato, que él conoció después de haber publicado El viaje, debería ser contada con mucha delicadeza, pero contarse. Eso motivó  la publicación de su enorme y muy criticado reportaje  en El Universal de Cartagena (el diario madre de Gabo), tras la muerte de Mercedes, la esposa del dios.

Este reclamo de gabómano resultaría irrelevante y hasta mezquino frente al alud de documentos de la exposición, que incluye desde humildes dibujos infantiles, magníficas tiras cómicas hechas por Gabo en los años 30s, una delicada recolección de récords de colegio y hasta los apuntes de puño y letra de los mensajes y razones que Gabo, ese correveidile del poder, traía y llevaba entre Castro, Clinton y Mitterand. Para no hablar del liquiliqui de ocho botones embalsamado desde la noche del Nobel, el ejemplar facsimilar completo y al alcance del público del manuscrito de Cien Años y la sacrosanta Smith Corona Silent en la que lo mecanografió.

Pero una de las paredes de la exposición, cuya extensión hizo necesario desocupar todo el primer piso de la Biblioteca Nacional para montarla, está dedicada a fotos familiares, algunas inéditas, con sus amigos, agentes y familiares. Entre ellos, sus dos hijos, guardianes y albaceas de su memoria y de su testamento literario: ese mismo en donde el antiguo copy publicitario y redactor a cuatro manos de odiados guiones cinematográficos, pidió que nunca fuera llevada al cine su obra mayor para que todos pudiéramos dirigir en nuestra memoria nuestra propia película de los Buendía.

La ausencia de Indira en ese mural es como un grito de silencio del mismo tamaño de las enormes fotos en donde salen Rodrigo y Gonzalo, personajes mencionados en uno de los capítulos postrimeros de Cien Años, al igual que la panda de amigos del rapsoda: Germán (Vargas) Alfonso (Fuenmayor), Álvaro (Cepeda) y Alejandro (Obregón). La exposición se adentra no solo en la tortuosa ruta de periodismo literario y experimentación poética del maestro, sino en los vericuetos de su vida política y personal que están indisolublemente unidos a su proceso creativo.

Sabido es que sin la Gaba no habría habido Gabo. Que si Mercedes Barcha (el Cocodrilo Sagrado) no se hubiera ocupado minuciosamente del prosaico y difícil proceso de fe cotidiana de aquellos días en Ciudad de México, no habría existido el segundo Quijote ni este segundo Cervantes.

Cervantes, como Gabo, también tuvo tremendos problemas con su esposa doña Leonor de Cortinas y sus hijas, y como ser humano también se le cayeron los dientes y tenía la mano buena sucia de tinta y callosa de cálamo, y su libro no era hijo sino hijastro, engendrado en una cárcel, como dice en el prólogo a su propia obra: chismes que hoy día permanecen y están vigentes, cuatro siglos después. Gabo también era humano y como millones de personas, canónicas o no, también tuvo relaciones extramatrimoniales. No quiero ni justificar ni juzgar un hecho banal y prosaico pero relevante en esta cultura hipócrita, como se acaba de ver con la defenestración de tamaño mundial sufrida recientemente por el productor de un concierto de Coldplay. Simplemente quiero anotar que esas cosas les pasan a los seres humanos y reconocerlas los hace más humanos.

Dicen que Indira Cato tiene excelentes relaciones con sus hermanos y que por respetable decisión propia se ha quitado de la luz de los reflectores del inmortal, aunque no pueda negarlo, sobre todo por su talento. Imagino también que la decisión de cancelar a la hija no reconocida de Gabo ante el mundo fue producto de difíciles debates de alta política al interior de esta nueva realeza mexico-caribeña (los García Barcha están emparentados con los Sheinbaum. Dato banal también…). Pero me parece irrelevante y hasta mezquina esta crítica, dado que en la larga vida del genio hubo muchos amores, desde su amor de poemas de balcón en Zipaquirá hasta la archifamosa Tachia Quintero, su novia parisina de los años 60, que en maravillosas y espontáneas entrevistas cuenta de la manera más natural que perdieron un hijo. Cuán importante es para las generaciones contemporáneas, que están dejando de lado a Gabo por macho, conocer esas historias. Sobre todo, cuando en muchas repetitivas entrevistas a lo largo de su vida le preguntaron una y otra vez cuál era el secreto de un matrimonio tan largo y feliz. Y dijo, palabras más, palabras menos, «superar las discusiones, dejarlas atrás para siempre y seguir adelante».

Queda una semana de la exposición de la Biblioteca Nacional, si es que no toman la juiciosa decisión de prolongarla para poder masticar tanta nueva y vieja información que el Ransom Center, en honor a su nombre, ha rescatado. Si tienen una o dos tardes libres para ejercer este peregrinaje literario, háganlo. Vale la pena, más allá de estos reclamos de parroquia.

(Esquirla: Digo Gabo y no García Márquez, o don Gabriel, a pesar de ciertas reticencias parroquiales, porque sufro del síndrome del fanático enamorado. Como quiera que me tocó leer la edición príncipe de Cien Años entre las cobijas, con una linterna, a las 2 de la mañana, porque mi padre la prohibía por pornográfica y comunista).

@karmavega22