Por F SÁNCHEZ CABALLERO
Gracias a su seguro médico, fue internada en una de las mejores clínicas de la ciudad. Era como estar en un hotel de 5 estrellas. Tenía doctores privados, laboratorios especializados, gimnasio, restaurante con una amplia oferta gastronómica, sábanas limpias y todas las atenciones del personal.
Ella era la única hija de un matrimonio disfuncional. Dueña de un espíritu ferozmente rebelde, vivía con una mezcla de resentimiento y deseo de atención patológico. Cuando le diagnosticaron lupus, su mundo —y el de su madre— se desmoronó. Adiós a la vida de ostentación, adiós a la universidad. La mujer gastó hasta el último peso que le había quedado del divorcio en especialistas, exámenes, hospitales de renombre. Probó con curanderos, yerbateros, pócimas. Nada funcionó.
Con una enfermedad que devoraba sus fuerzas día tras día, la chica pasaba horas enteras frente a su móvil, interactuando con amigos virtuales los pormenores de su enfermedad. Pronto descubrió que su drama se podía monetizar. Se abrió al público y comenzó a transmitir en línea su cotidianidad: transfusiones, hematomas, agujas, piel amoratada, sus noches febriles, su llanto. Sus seguidores se multiplicaron.
El morbo de sus simpatizantes la estimulaba, sus comentarios, sus likes. Pero sintió que éstos se hartaban de su autocompasión y su sufrimiento; querían espectáculo, y ella se los daría. Entonces empezó a empujar su contenido más allá de la verdad.
Comenzó a ridiculizar a las enfermeras, a la psicoterapeuta. Sugirió que un enfermero le coqueteaba y que una de esas noches le aceptaría, —“deben estar atentos”. Dijo que la psicóloga la miraba de forma rara, que le hacía preguntas obscenas, “si sueño haciendo el amor, si tengo fantasías eróticas, si me masturbo”, insinuó que era lesbiana y que la acosaba.
Después de tres meses de hospitalización, su médico de cabecera le dijo que ya no había razón para seguir internada. Su tratamiento debía continuar de forma ambulatoria. Pero ella no quería irse: en la clínica la consentían más que en su propia casa y la atención del personal era impecable. Ideó la forma de quedarse. Inventó dolores, mareos, convulsiones, molestias insospechadas, incluso se provocó un sangrado. Con cada síntoma nuevo los médicos corrían y le enviaban otro conjunto de exámenes, garantizándole unos días más de estancia.
De noche las redes explotaban por la forma divertida como dramatizaba cada síntoma, cada convulsión, imitando a enfermeras y doctores.
Una tarde, mientras transmitía con su móvil estratégicamente ubicado para que no lo detectaran, entró una monja robusta con un hábito beige, un copón en las manos y un símbolo cristiano bordado en rojo sobre su pecho.
—¿Quieres la santa comunión, hija? —preguntó.
—¿Por qué? ¿Acaso me voy a morir? — Respondió la muchacha, molesta por la interrupción. Pero pronto se dio cuenta de que era un personaje nuevo para su sainete, y quizá pudiera aprovecharlo.
—Soy una pecadora, hermana —agregó, —no puedo comulgar sin confesión.
La monja, pacientemente, le explicó que podía absolverla de ciertos pecados
veniales para que comulgara en paz. —Los pecados menores suelen ser perdonados por nuestro padre con solo un sincero acto de contrición.
—Mis pecados son muy graves, hermana.
— Dime qué te atormenta, hija —dijo la monja, acercándose más.
—Tengo pensamientos lujuriosos cada día. He maldecido a mi madre. He vendido mi cuerpo. Intenté suicidarme tres veces. Esperé a mi padre con un cuchillo tras la puerta. Rompí el corazón de mi único amigo…
—No más, hija —interrumpió la monja, horrorizada—. Lo que tú necesitas es un sacerdote, o un exorcista que saque toda esa oscuridad que llevas dentro.
La joven se levantó y la abrazó de golpe. La monja sintió un estremecimiento frío en todo su cuerpo. Mientras la sujetaba, la muchacha levantó el rostro hacia la cámara y sonrió: era una sonrisa de niña traviesa, pícara, perversa…
—No soy yo quien habita mi cuerpo hermana, ayúdeme, —continuó —cuando me veo en el espejo, hay ocasiones en que no me reconozco. De pronto la imagen del espejo me ordena herirme o cortarme las venas, incluso hacerles daño a los demás.
—¿Qué quieres decirme, hija? ¿Acaso estás poseída? Debe ser el dolor, la enfermedad, tu angustia. Oremos juntas.
— No madre, no es la enfermedad, es Él.
—¿Quién es Él?
— El innombrable, el ubicuo, hermana. El que está aquí desde antes de que yo naciera, rondándome como una sombra. Mi madre me lo ha dicho: “tú tienes algo sombrío en tu interior, algo que heredaste de tu padre”. Siento que corre por mis venas, como si fueran una alcantarilla.
La monja apretó el crucifijo que colgaba de su cuello. Su mirada era de horror. Estaba paralizada. La muchacha se aferró a su hábito como un alma desvalida, y volteó de nuevo a mirar a la cámara con esa sonrisa afilada, ajena, que incluso sus internautas desconocían: era la sonrisa de alguien más.
La luz roja del dispositivo seguía encendida. Todo estaba siendo transmitido en vivo. Las redes ardían. Los comentarios subían sin parar:
“Jajaja eso debe ser un fake” …” No, por Dios, saquen a la monja de allí” …” ¿Eso es real o es una actuación?” …” ¿Quién es esa monja?” “Que alguien llame a la clínica, eso parece una posesión” … “Vi una sombra ¿hay alguien más en la habitación?” …” No es ella, lo digo en serio, alguien la mira desde adentro” …
Sin saber que era observada, la monja recitaba oraciones inconclusas, mientras la muchacha respiraba entrecortado y reía en silencio, teatral, monstruosa. De pronto, todo quedó a oscuras; la transmisión se cortó.
Cuando el contacto se restableció, la muchacha apareció con un discurso ambiguo, que lejos de apaciguar las miles de preguntas y comentarios de sus fans, los encendía aún más. Al día siguiente, después de desconectar su transfusión intravenosa y vaciar las bolsas de suero y medicamentos en el sanitario, anunció “un plato fuerte” para más tarde: —el médico joven y apuesto, que con solo tocarme el pulso me eriza, vendrá a visitarme. Y le tengo una sorpresa.
Pero el médico llegó con una mala noticia. Esta vez era inevitable. Apenado, el joven doctor le explicó que no había nada más que él o la clínica pudieran hacer por ella, y que los medicamentos que le estaban dando se los podía aplicar en su casa.
Al otro lado sus cibernautas pudieron verla contener su rabia, escucharon sus súplicas, sus lágrimas. En un intento desesperado por revertir la situación, fingió una taquicardia, se abrió la blusa y tomó la mano del médico para que tocara su seno izquierdo y sintiera esa extraña forma que se movía en su interior.
—Hay algo ahí, doctor, ¿puede sentirlo? No lo soporto, apenas si puedo respirar, no me deje morir, por favor.
Cuando terminó de palpar pulsaciones y presión arterial sin detectar nada anormal, el doctor cayó en cuenta de que en medio de sus contorsiones la chica estaba completamente desnuda, y lo miraba de forma insinuante. Su piel traslúcida brillaba entre las sábanas. Realmente, era una mujer hermosa.
—Tóqueme doctor, por favor, —susurraba —sus manos me tranquilizan.
Turbado, el médico salió a toda prisa del cuarto, ordenó un electrocardiograma para salvar responsabilidades y anunció que no podía seguir tratando más a esa chica. —La relación médico-paciente se ha roto.
Afuera, una enfermera recibía una noticia inquietante vía WhatsApp. —Tía, una muchacha en TikTok denuncia abusos y dice que la quieren expulsar injustamente de la clínica donde trabajas.
—Mándame el link —pidió la enfermera, con el corazón acelerado.
Era ella. La paciente del 908.
En la clínica se desató el caos. Reunieron al comité de emergencia: directora médica, jefe jurídico, jefatura de enfermería y galeno encargado. Revisaron los videos: rostros del personal expuestos sin permiso, procedimientos, exámenes, protocolos, infidencias con otros pacientes, insinuaciones. Acusaciones graves.
—Esto es una bomba mediática —dijo el jefe jurídico—. Tenemos que actuar ya.
La directora subió al cuarto con dos enfermeros y un acta de alta inmediata.
La encontraron transmitiendo en vivo.
—Apague el teléfono por favor —le ordenó la directora.
La joven sonrió hacia la cámara.
—¿Ven? Llegó la villana. Se estaba demorando. Esto se va a poner bueno.
Cuando le comunicaron que estaba formalmente dada de alta, la muchacha gritó, pataleó, los insultó. Intentó seguir grabando, pero un enfermero le apagó el teléfono.
—¡No pueden hacerme esto! ¡Mis seguidores necesitan saber la verdad! ¡Tengo pruebas! —gritaba mientras la escoltaban a la salida.
Llamaron a su madre, y en la portería le ordenaron al vigilante que, al salir, esa chica no podía entrar más.
La puerta automática se cerró a sus espaldas. Mientras su madre llegaba, la muchacha se cruzó de piernas a esperar. Estaba asustada, temblaba. Fuera de cámaras, no sabía qué hacer. Por primera vez en mucho tiempo se sentía realmente sola.
—¿Dónde están mis seguidores? —se preguntó.
Por cuestiones de confidencialidad, omitimos su nombre y el de la clínica.
@FFscaballero