Por JUAN SEBASTIÁN BERRÍO (Manada)
Hace ya bastantes años el gran maestro Carlos Gaviria Díaz planteó la necesidad de consolidar una nueva ética para la política: ser coherentes entre lo que debe ser el acto de gobernar —o la mera aspiración a hacerlo— y la práctica real del gobierno.
Cualquier persona desprevenida, o que podríamos llamar ingenua, se preguntará: ¿pero, por qué la necesidad de una nueva ética? ¿Acaso no se supone que la ética es un criterio de comportamiento universal?
La ética ha sido descrita desde la antigüedad griega como el arte de vivir bien, en felicidad y plenitud; en eudaimonía, como se dice que planteó Aristóteles. Parte de una comprensión sencilla: para vivir bien hay que actuar bien, en armonía y respeto con los demás.
En lo que podría parecer una demostración del imperativo categórico kantiano, esta relación entre el actuar bien y el vivir bien también se desarrolló de manera autónoma, a miles de kilómetros de distancia, en nuestros pueblos ancestrales latinoamericanos.
Conceptos nodales en sociedades andinas, como el Sumak Kawsay del pueblo Kichwa, llevan aún más lejos esta norma de comportamiento y la extienden a la necesidad de la armonía con el entorno. La personificación del territorio en la Pachamama, la Madre Tierra, lo incluye entre los receptores de nuestro buen actuar para lograr el equilibrio ético.
Ahora bien, si llevamos esta concepción básica de la ética —el buen actuar para lograr el buen vivir personal y colectivo— al escenario de lo político y lo contrastamos con las prácticas «normalizadas» de ejercicio y abuso del poder en nuestro país, así como con los debates para alcanzarlo, se entiende por qué el maestro Carlos Gaviria Díaz, tanto en su práctica jurídica y académica como en su vida pública como candidato, insistía en la necesidad de replantear la ética en nuestra política.
Por fuerza de la costumbre y la repetición, las y los colombianos hemos normalizado múltiples prácticas en el mundo de la política que superan, con creces, cualquier comprobación de la importancia del vínculo entre ética y buen vivir.
Por ejemplo, es evidente la relación que existe entre la dignidad de los pueblos y las personas y la posibilidad de acceder al suministro de agua potable, así como la imposibilidad de materializarla cuando un funcionario público —o varios—, despojándose de cualquier criterio ético, desfalca los ya de por sí escasos recursos destinados a este fin.
Aquí, la falta de un comportamiento ético —o, para otros, la sustitución del criterio ético universal del bien vivir por un criterio capitalista basado en el egoísmo individualista— degenera de manera efectiva en el deterioro de las condiciones de vida y la felicidad de las mayorías.
Y si bien podríamos quedarnos en el señalamiento de que estas prácticas son lo contrario al interés común y colectivo en el ámbito público, existe una preocupación que trasciende la mera perpetuación de los actos corruptos: la normalización de los mismos.
La sociedad parece resignada a que sean esas personas quienes nos gobiernen, o incluso parece comprender que estos actos les son un derecho adquirido por el hecho de haber llegado al poder.
Situaciones análogas se presentan en los procesos electorales. La impostura y el engaño son la ley general aceptada en las campañas; la componenda y la negociación burocrática, lo que se espera de los partidos; y la transacción del voto, a lo que se condena a los electores.
Y esto parte, precisamente, de la concepción que los partidos, candidatos y políticos tienen del pueblo, de los votantes. Partiendo de un criterio opuesto a la ética terminamos convertidos en simples instrumentos de la política. La inversión de conceptos en la práctica, desvincula el ejercicio del poder de la puesta de las capacidades al servicio de la sociedad, para reducirlo al interés de alcanzar el poder por cualquier medio.
El escenario de la política electoral burguesa, construido por y para las oligarquías desde criterios capitalistas y mercantiles, encierra en sí mismo el fetiche mercantil que denunciara Marx. En ese sentido, el voto como mercancía nos ve a todos y todas como elementos adquiribles.
Partir de esta concepción del otro y la otra como una mercancía que solo importa en la medida en que representa un voto —conquistable mediante el engaño o adquirible mediante la compra— desnaturaliza la condición ética de cualquier sujeto y de cualquier proyecto político.
A modo de paréntesis, me atrevo a asegurar que, cualquier partido o proyecto que se llame revolucionario o de izquierda y que haga de la dinámica de la política electoral burguesa su eje central, asume el terrible riesgo de metamorfosearse en la concepción ética que pretende atacar. El camino correcto es la construcción de Nuevo Poder desde abajo, la acumulación de fuerzas que no dependa de la superestructura estatal burguesa. La única aspiración legítima central, debe ser la toma del poder para la liberación y no solo la administración de lo existente.
Cerrando el paréntesis, es en este sentido que se hace fundamental retomar el planteamiento de una nueva concepción ética para la política que nos legó Carlos Gaviria Díaz. Una concepción que atraviesa, primero, por recuperar el Bien Vivir y la solidaridad como fundamentos éticos y materiales de la sociedad; segundo, por ampliar la noción de práctica política más allá de la órbita de la democracia formal burguesa, reconociendo la lucha de clases y la organización popular como la verdadera esfera de la política transformadora; y tercero, por excluir la resignación del horizonte político y deslegitimar activamente toda práctica que sea contraria a la felicidad y la soberanía colectiva.
La vía para superar la politiquería pasa por la organización del poder territorial desde las organizaciones de base y la construcción de una nueva concepción de lo político, que destrone la lógica mercantilista, demostrando que una Nueva Colombia es una necesidad histórica y una posibilidad concreta que no la construirá la política tradicional abstraída de la ética.