Fuga Masiva y el “loquillo” Leyva

Por YEZID ARTETA*

En un principio creí que mi estancia en prisión sería asunto de unos cuantos años. En 1996 la rebelión era considerada en Colombia como un delito de naturaleza política, altruista, que se sancionaba con una pena que oscilaba entre tres y cinco años. La situación se complicó cuando la ‘justicia sin rostro’ presentó varios cargos contra mí, lo que significó una privación de la libertad que se extendió por más de diez años. Mi reclusión transcurrió en cinco prisiones de alta seguridad, unas veces compartiendo las áreas comunes con otros presos, y en otras sometido a un régimen de aislamiento, encerrado en un calabozo las veinticuatro horas del día. 

A lo largo de ese período, ocurrieron a mi alrededor una serie de acontecimientos. Conocí y entablé largas conversaciones con presos que tuvieron un inquietante y determinante papel en la realidad colombiana y mundial, como los confesos narcotraficantes Gilberto Rodríguez Orejuela, Fabio Ochoa Vásquez o John Jairo Velásquez, el mediático sicario al servicio de Pablo Escobar conocido como ‘Popeye’, y con altos funcionarios del Estado condenados por corrupción o mantener vínculos con narcotraficantes.  

La cárcel, paradójicamente, fue el lugar en donde encontré reposo. Llevaba años trashumando en la guerrilla, soportando el peso de una mochila sobre mis espaldas y padeciendo toda clase de privaciones. En la celda estaba protegido contra la lluvia, no tenía que acarrear y rajar leña, lidiar con las miríadas de insectos, levantarme a medianoche para cubrir un puesto de centinela, marchar horas con el estómago vacío o evadir a las patrullas militares en los Andes y la Amazonía. Podía, además, acceder a algunas golosinas que la vida montaraz hacía imposible conseguirlas, como un simple yogur o una barrita de chocolate.

Fuga Masiva. La cárcel por dentro —recordando a un recluso del pabellón psiquiátrico de La Modelo— es el título del segundo libro de la trilogía que comencé con Rebelde dentro de los rebeldes. Un opúsculo en el que narro pasajes que ocurrieron a mi alrededor durante los diez años y once días que pasé en prisión. Viví días rutinarios, monótonos, en los que nada ocurría, como también horas en las que podía estallar un violento amotinamiento, un ajuste de cuentas o una brutal masacre.

En La Modelo recibí una visita inesperada: el padre Rino Delaidotti, miembro de los Misioneros de la Consolata. Conocí al padre Rino, junto a su colega Jacinto Franzoi, en Remolinos del Caguán, donde adelantaban una humilde y respetable misión pastoral, y animando a los lugareños a que reemplazaran los cultivos de coca por cacao. Cómo está Joaquín, me preguntó el padre Rino con su voz serena. Joaquín era mi seudónimo en la guerrilla. Me estoy recuperando padre, le respondí mientras le mostraba la pierna inflamada por efecto de las heridas de bala.

Joaquín, me dijo el padre con la convicción de un profeta que trae un mensaje que le ha entregado el mismísimo Dios, el Señor lo sacó de la guerra y lo trajo hasta aquí, a este lugar de espera, para protegerlo. Él, agregó, tiene para usted una misión a futuro. No se desespere, concluyó. Luego me dio la bendición y se despidió, dejándome un ejemplar de la Biblia y un rosario con la imagen de la Virgen María. 

La espera fue por más de diez años. El padre Rino figuró mi destino desde su visión cristiana, mientras que yo lo hice a partir de la interpretación mitológica de los griegos, como algo inevitable. Un tiempo de espera en el que sucedieron hechos en los que incluso pude morir. Con los meses, fui descubriendo que la visión romántica del prisionero político que nos enseñaban en las escuelas de formación comunista o en los manuales de literatura revolucionaria no era tal. La cárcel podía llevarte a la degradación moral, a la drogadicción e incluso a la renuncia de tus postulados rebeldes. “En prisión la fuerza del pasado rebelde choca con el presente de la cautividad”, escribió Toni Negri en Cárcel y exilio, el segundo tomo de sus memorias.      

El próximo 4 de mayo a las 7:00 de la noche, presentaré Fuga Masiva. La cárcel por dentro en el Gran Salón C de la FilBo, junto con Jairo Camargo, el versátil actor de series como Escalona y Cien años de soledad de Netflix. Conversaremos sobre las prisiones físicas y mentales. 
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Hace unos días escribí para esta revista una columna que titulé Álvaro Leyva Durán, el político que salió del frio que vale la pena repasar. A propósito de los disparates que escribió recientemente, y festejados por la mayoría de medios, repasé a vuelo de pájaro Los renglones torcidos de Dios, la novela que Torcuato Luca de Tena escribió luego de internarse durante tres semanas en un manicomio. Trato de averiguar cuál es la manía que padece el canciller que nunca lo fue. Razón tuvieron Uribe y Santos para no asignarle una cartera que pedía a gritos. No querían tener a un “loquillo” y vividor en el gabinete, me dijo un alto funcionario que trabajó en varios gobiernos. Petro se compadeció de Leyva, el “loquillo” que borró de su mente dos palabras que hasta los peores criminales conservan: lealtad y decoro.

@Yezid_Ar_D

* Tomado de revista Cambio Colombia

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