Por F SÁNCHEZ CABALLERO
Era un paisaje conmovedor, épico, portentoso; el trozo de un universo bucólico, sin fronteras ni dueño, con todos los atributos de lo absurdo. Moría y renacía en cada amanecer, en cada parpadeo y, en cada luna llena mudaba de piel como una serpiente; transformándose, rehaciéndose. Con certeza no fue el mismo paisaje que conocieron los nativos con ojos anegados invocando a sus muertos, o el que vieron los conquistadores castellanos abriéndose paso en busca de una ruta al nuevo mar. Por aquí pasaron. Aquí atenuaron su avidez, sus desafueros, sus sueños de gloria. Dando al traste con el cauce del río y con el sendero viejo, las tormentas más indómitas y el eco del tiempo han borrado sus huellas. El árbol derrumbado desnudó sus tumbas hidalgas dejando al descubierto sus espadas de fierro, sus yelmos acerados, sus mosquetes de trueno. Tal vez ya estuvieran muertos mucho antes de partir. ¿cuántas historias de desgracias enterradas en el olvido, cuánto arrojo malgastado? ¿cuántas infamias en nombre de la fe y de la corona? El paisaje del Darién era el verdadero Dorado, nunca lo supieron.
Desde lo alto de la colina en que vivíamos todo parecía un milagro, o al menos el preludio de algo insólito, la respuesta a todo desasosiego. Ante la mirada, el paisaje se antojaba como la promesa obscena de una muchacha, el vuelo azul de la libélula, o el canto de apareo del morrocoy, por sí solos capaces de hacer palidecer a la nostalgia. Todo se hallaba al borde del asombro, junto a la guaca del indio o al pie de la hondonada. De la nada surgía la magia: una olla de barro atorada en el barranco, una batea de piedra o el nido del pájaro macuá. Las cosas más inusuales sucedían de forma casual, cuando menos se esperaba. No había desperdicios para la mirada atenta. Cada pétalo arrastrado por el viento era el testimonio del árbol, cada pluma hacía parte del vuelo. Sin esas particularidades de apariencia insignificante, nada sería posible; sin ellas, el monte no tendría sentido, ni el barrejobo, ni es sueste, ni el relámpago. No importaban el sombrero o el paraguas, no para el sereno. Contrariando a los grillos, el pasto crecía cuando nadie lo miraba y, excepto los cocuyos, todo se apagaba en las noches oscuras. Las hicoteas hacían concebible el pantano, las mariposas llenaban de risas la primavera y el canto de las ranas presagiaba el aguacero. La loma era el centro del universo, al menos del nuestro.
Hacia atrás se erigía el corazón del Darién, lo desconocido, la jungla no quebrantada. Chamanes emparentados con los espíritus de la selva se convirtieron en árboles, antiguos guardianes de la oscuridad, que sabiéndose tornado y viento atizaban el fuego de las luciérnagas. Bajo ese refugio de verde renegrido se agazapaban criaturas nacidas del espanto: tigres, panteras, mohanes, y todos los aparatos y duendes de nuestra infancia. Con canto lastimero, la tinaja despertaba al trueno y, los pájaros trasnochadores imitaban el silbido de las brujas. Era el maleficio de la sugestión, el poder insobornable del miedo. Hacia el Este quedaba el caserío, con sus ranchos de paja y su capilla de madera, en donde las señoras reinventaban oraciones traídas de otros templos, de otros credos. Una vez terminado el rosario se les oía murmurar la oración del Santo Fuerte, para ahuyentar los silbidos en el monte. —Entre más lejos, más cerca está la bruja y, entre más cerca, más lejos —decían. Al Oeste se extendía el valle del Tanela salpicado de arbustos solitarios que habíamos dejado para dar sombra al ganado. El río venía de la cordillera, desbocado, sin derrotero, era el lindero entre lo conocido y el misterio. Cuando crecía lo veíamos bajar con furia, serpenteando hacia la ciénaga; arrastrando higuerones, trojas, matas de plátanos o una muchacha desnuda sobre un rancho de paja. En verano, sus aguas translúcidas eran el espejo de nuestras aspiraciones, allí abundaban sabaletas, mojarras y otros peces que las nutrias y patos salvajes acosaban sin tregua…
Sentados frente a la hondonada lo observábamos todo, ahora hacíamos parte del misterio, casi siempre acompañados por Limo, nuestro incansable perro guagüero. La tarde era un momento poético, tras regresar de la escuela, recoger leña y encerrar a los terneros. En la distancia, amansando el barro, veíamos a los campesinos desandando el camino, con el hacha en el hombro y los brazos caídos debido a la jornada. Mirábamos a las guacamayas teñir de colores el cielo, a los gavilanes precipitarse sobre la iguana, sobre los polluelos ajenos. En contra del viento, escuchábamos el escandaloso canto de loros y pericos sobre el palo de guamas. ―Es hora de ir por algunas antes que éstos nos dejen sin nada, ―le dije al perro, él me miró en silencio.
Cuando todo era más brillante y el contraste de verdes más intenso, cuando los árboles proyectaban una sombra más larga y los rayos de luz comenzaban a flaquear ante la penumbra, el atisbo de una desventura se insinuó a lo lejos. Un aleteo gris salió de entre las nubes, un remolino alado, un contoneo. La tarde era una ráfaga, una andanada de fuego naranja y, una parvada de garzas pardas se aproximó en escuadra; venía a gran altura por una ruta inusual. No seguían el curso del río, como habitualmente hacían las garzas blancas que cada tarde veíamos pasar agua abajo, hacia la ciénaga; éstas venían del Norte, como los grandes huracanes, la plaga de langostas, los nubarrones negros. No era un buen augurio. El perro y yo nos miramos con recelo, parecían destinadas a perturbar nuestra paz de algún modo. De un momento a otro la garza que les guiaba se precipitó dando volteretas, como alcanzada por una flecha invisible o por una maldición. Todas la siguieron en una alocada danza contra el viento, absurda, disparatada. Dejándose llevar por el impulso, hicieron un rodeo sobre el potrero y se arrojaron sobre una recua de vacas que avanzaba parsimoniosamente rumbo al corral de los terneros. El perro ladró con timidez, pero se tranquilizó al vernos tan serenos. Serían poco menos de cien, se las veía flacas y cansadas, abrumadas por la apostura del paisaje o por el hambre. Las vacas apenas si voltearon la cabeza para mirarlas con indiferencia. A esa hora los terneros ya estaban encerrados en el corral de varetas; fueron ellos los que, dando saltos nerviosos, se alarmaron con la presencia de esos extraños pajarracos de patas largas y un enorme pico azul que atacaba a la manada desde el cielo. Pero las garzas no eran una amenaza para ellas, sino para los grillos que, en cada paso de éstas saltaban espantados, cayendo indefensos en el pico de esos monstruos alados.
Una vez echado el ganado, las garzas se subieron a sus lomos para sacarles las garrapatas del cuello y las orejas. Qué pesadilla para los terneros. Para mayor desgracia, éstas decidieron pasar la noche sobre las barandas más altas del corral. La pregunta que siempre nos hicimos acerca de en dónde duermen las garzas, parecía resuelta. Su rutina era sorprendente; en las noches las descubrimos sacando ranas del pantano, y durante el día, luego de pequeños rodeos en los alrededores, regresaban tras la manada para cazar junto a ella. Su rasante aleteo sobre el pasto era una zozobra constante. Como consecuencia, una nube de grillos de colores inundó nuestra casa evocando los tiempos de la langosta. Los grillos estaban sobre el pilón, sobre los puños de arroz, los grillos saltaban al fogón de leña, fastidiaban al perro, apagaban las velas. “hay que cavar una zanja honda, empujarlos con la escoba y taparlos con tierra” dijo la tía Pablita, pero nadie le hizo caso, las garzas se encargarían de ellos.
Dos semanas más tarde fuimos al río para bañarnos y, encontramos a las garzas pescando en la orilla, quizá para variar su dieta y recuperar fuerzas antes de retomar su vuelo. Los cormoranes seguían sus movimientos con inquietud. A corta distancia, colgada en una palizada, descubrimos a una de ellas cabeza abajo. La punta de una rama estaba incrustada en el anillo metálico que extrañamente llevaba puesto en una de sus patas. Agonizaba. Sus instantes de vida podían contarse con los dedos. Era una hermosa garza azul, en sus plumas tenía tatuada la ruta de su viaje, el mapa de su corto destino de migrante, su plan de vuelo. Sus alas desplegadas eran más extensas que nuestros brazos abiertos. Se veía más grande y mucho menos gris de lo que parecía a lo lejos, su largo pico azul sangraba. Sin perder tiempo curamos sus heridas, le dimos un par de grillos, un poco de agua, pero todo fue inútil. Antes del amanecer ya había perdido la batalla, sus brillantes ojos rojos se habían cerrado para siempre.
La enterramos junto al corral de los terneros; allí, desde la última baranda, con sus ojos encendidos, sus compañeras le dijeron adiós en silencio. Estaba oscuro todavía cuando las vimos partir, poco antes del ordeño, hicieron varios giros sobre el potrero, se formaron en escuadra y desaparecieron tras el embrujo de la selva todavía dormida.
El recuerdo de la garza azul se quedó entre nosotros. De su pata rota sacamos el anillo de aluminio que irónicamente, en vez de salvarle la vida, precipitó su muerte. Allí estaba grabada una dirección y un texto en inglés, cuyo enigma solo resolvimos una vez llevado al pueblo. El padre Alcides concluyó que se trataba de Earth Rangers, una institución canadiense encargada de preservar a algunas especies que, a mediados del otoño, emprendían un largo viaje hacia el Sur huyendo del frío. Según los antiguos conservacionistas, en determinadas épocas, algunas especies preferían viajar de noche para evitar predadores o sacarle el cuerpo a las altas temperaturas. Soportados en la contemplación nocturna para determinar y cuantificar esos procesos, los observadores contaban las siluetas de bandadas, que volaban a contraluz del rostro de mujer tatuado en la luna llena. De otro lado, el anillado les permitía el seguimiento de sus rutas migratorias, y el estudio de sus hábitos, de su comportamiento. Por ello se rogaba a las personas que los encontraran, que por favor se los hicieran llegar con toda la información que pudieran recabar y, por supuesto, eso hicimos.
Unos meses después recibimos la colorida postal de una garza azul en pleno vuelo, Earth Rangers nos agradecía la información dada: Nuestra garza era la N° 44571; su nombre científico era Egretta caerulea, de la familia Ardeidae; tenía 25 meses y 21 días, nació cerca de Rochester, en el lago Ontario canadiense; en su peregrinaje recorrió 3.740 kilómetros. Finalmente nos nombraban observadores honoríficos.
Desde entonces mirábamos al cielo en noches de luna llena, para contar en silencio los cientos de aves peregrinas que pasaban. Cada año las esperábamos con ilusión. El cielo nocturno se nos hizo costumbre. Vimos pasar cometas, satélites, meteoritos… De las tumbas castellanas, más allá de los potreros, vimos ascender pelotas de fuego. La noche se convirtió en amiga de las aves migratorias, y los cocuyos en descendientes de las estrellas. (F)
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