En esa época, Tagachí era un pueblo sin gracia recostado en la orilla oeste del Medio Atrato. Su destino estaba en manos de un río de crecientes descomunales, de un inspector vitalicio y de un viejo policía. No había médico ni cura, y los profesores dictaban clases cuando no llovía. Para matar el tiempo, los jóvenes pateaban una desgastada pelota bajo la lluvia y los adultos se entretenían jugando dominó.
Una tarde de verano, mientras azotaban las fichas contra la mesa de madera, un tropel de grandes proporciones trastornó la tranquilidad del pueblo. Un niño se había ahogado cuando jugaba en la orilla del río, y la gente separaba a dos mujeres que peleaban la custodia de otro muchachito que pataleaba entre las dos.
―Son las “contrarias” ―, dijo alguien ―las mujeres de Moro.
Las fichas de dominó quedaron esparcidas por el suelo. Con los ojos aguados, Moro tomó en brazos a su hijo ahogado, mientras el policía conducía a las dos mujeres a la inspección.
Pese a que ambas eran de pueblos diferentes, Moro se las robó en bote la misma noche y desde entonces se hicieron buenas amigas. Parieron con nueve días de diferencia. Sin egoísmos, las dos se turnaron para criar a los niños con tanta ternura como pudieron. Mutuamente se decían “contraria” y los niños les decían “mamá” a las dos.
Se turnaban en todo. En ocasiones una iba a cortar caña para el guarapo o limpiaba el platanal, y la otra amamantaba a los pelaos y sancochaba los pescados que Moro traía. Al día siguiente se intercambiaban y la una cuidaba a los pelaos mientras la otra lavaba los chiros en el río. Mal que bien, así convivieron cuatro años. Él las alternaba equitativamente en la cama, les compraba los mismos trajes, los mismos calzones, y vestía a los niños con las mismas mudas. Pero ahora uno de sus hijos había muerto, y por un sórdido instinto maternal cada una se resistía a que el muerto fuera el suyo, reclamaba al niño vivo como propio.
Moro no sabía cuál era el de cual ni le importaba, solo lloraba por su hijo muerto. Las opiniones estaban divididas: unos decían que el ahogado era de fulana y el vivo de zutana, o a la inversa, pero nadie podía asegurarlo con certeza.
El pueblo entero rodeó la inspección, jamás se había visto un caso semejante en la región, el inspector tendría que tomar la decisión final. Después de un cerrado careo entre las dos mujeres, se sentó en su escritorio y abriendo la vieja biblia en cualquier parte, pidió luces a san Eccehomo con los ojos cerrados. Era una encrucijada salomónica. Repasó de memoria el libro de los Reyes, exigió compostura a la concurrencia, y señalando al niño vivo le gritó al cabo que tenía más cerca:
― ¡Policía, fusílame a este muchachito!
Un sobresalto general desencajó la mandíbula de los presentes; nadie lo podía creer. Las dos mujeres soltaron al niño y con aire intransigente se encogieron de hombros.
―Por mí está bien―, dijo la una.
―Si no va a ser para mí, lo mismo me da―, dijo la otra. Y se cruzaron de brazos.
Todos se miraron con agonía, la tensión seguía en aumento. Sin comprender lo que pasaba, el niño se agarró a las piernas del policía en silencio. Las sombras de la noche lo cubrieron todo, el río se llenó de espumas y en la selva espesa podía diferenciarse el gorjeo sordo de cada ave nocturna, el croar de cada rana, el chirrido de cada grillo.
El inspector se levantó con parsimonia. ¿Qué hubiera hecho Salomón en este caso?, pensó. ¿Cómo salir de este berenjenal? Buscando qué hacer o decir se acercó al policía ceremoniosamente, calculando cada uno de sus movimientos sacó de la cartuchera el revolver de éste, lo frotó como tratando de borrar una huella, lo puso en su mano, y mirándolo fijamente, repitió en tono enérgico para que todos oyeran:
―He ordenado que lo fusiles.
Con el niño aferrado a sus piernas, el agente no sabía qué cara poner ni a quién mirar. El pueblo, desconcertado, esperaba el desenlace en un suspenso compartido. El río seguía creciendo, las “contrarias” miraban al techo con su nariz empinada, y Moro seguía abrazado a su hijo muerto. Todos ahora pensaban que fuera cual fuera la decisión, se podía cometer una injusticia.
―Yo no puedo, inspector―, atinó a decir el policía con un nudo en la garganta. ―Yo soy incapaz. Pero el inspector no iba a ceder en esto, como buen jugador de dominó debía presionar con la misma jugada hasta el final
― ¡Que lo fusiles, te digo! ―, mirando de soslayo la reacción de las dos mujeres.
El policía no pudo hablar más. Pese a sus tantos años en la institución, jamás había matado a nadie y, pasara lo que pasara, no iba a comenzar con un peladito. Sus piernas comenzaron a temblar, las lágrimas rodaban a borbotones por sus mejillas negras. Abrazado al niño de rodillas comenzó a llorar a gritos, sin control. Hombres y mujeres que lo veían con ojos afligidos, amparados por la impunidad de la oscuridad, también lloraban, y de repente todo el pueblo se encontró sumergido en un mar de lágrimas que poco a poco aumentó el caudal del río.
Luego de un prolongado momento de catarsis colectiva y con el agua a ras del tambo, el inspector no tuvo otra opción. Cerró la biblia abruptamente, le dio un puñetazo a la mesa como si hubiera acostado un doble seis y mirándolo a los ojos sentenció:
― ¡Quédate vos con ese pelao! (F)
@FFscaballero