Por CARLOS FRANCISCO FERNÁNDEZ*
Crónica sobre la Universidad Nacional de Colombia, cuando la comida era lenguaje, refugio, y nación caliente con guiso y cucharón.
Uno no llegaba del todo a la Universidad Nacional el día que cruzaba la 45 o la 26. Esa era la entrada física. La real, se vivía cuando uno se paraba por primera vez en la fila del almuerzo, con el hambre retumbando entre las costillas y la secreta esperanza de que allá, entre el vapor y el ruido de las bandejas, el país fuera al menos un plato caliente.
No había uniforme de estudiante. Uno se reconocía entre los otros por el mismo cansancio, la misma cara de sueño, el mismo buzo de lana con codos vencidos, el mismo cuaderno en espiral a medio llenar, y por la misma moneda exacta: quince pesos en total, doblados en el bolsillo trasero como un amuleto. Tres para el desayuno, seis para el almuerzo, seis para la comida. Y con eso bastaba.
Las tres cafeterías -la nueva, la vieja y la de Gorgona- no eran simples lugares para llenar el cuerpo. Eran estaciones de paso donde uno se alimentaba también de la certeza de estar en el lugar correcto.
La nueva tenía el orden de una línea de producción de utopías: la bandeja metálica corría sobre la banda como si avanzara en un país que funcionaba. La vieja era cocina a la vista, humo de guiso, cucharón firme, manos gruesas. Y Gorgona, al fondo del campus, era la opción de los que ya lo sabían todo: que si algo fallaba, allá el arroz siempre estaba listo, la sopa siempre estaba servida y nadie preguntaba nada.
No se pedía menú. Se aceptaba lo que viniera como se acepta lo inevitable. La sopa podía tener nombres distintos, pero siempre estaba caliente y olía a hogar remoto. El arroz llegaba sin mesura. El guiso tenía el misterio de los ingredientes imposibles y la nobleza de lo suficiente. El pan era premio. El postre, lo que hubiera al lado de un jugo de color difuso.
Comíamos sin miedo. Y sin culpa.
La leche era entera y no mataba a nadie. El azúcar estaba ahí, flotando en la aguapanela como un gesto de cariño. La grasa no se ocultaba. El gluten no se sospechaba. El chicharrón era una fiesta. Las dietas eran para las revistas extranjeras. Y si había veganos, nadie lo sabía, porque no lo gritaban ni lo reclamaban. *Éramos carnívoros, frugales, resignados o hambrientos, pero comíamos todos lo mismo.* Y salíamos de ahí con la sensación de haber sido parte de algo que funcionaba.
La fila era lenta, larga, sagrada. Uno aprendía en ella el ritmo de la espera y el arte de compartir. Se hablaba poco. Se observaba más. Había códigos de turno, pactos de paso, gestos de cortesía sin palabras. *Hasta que llegaban las avalanchas: manadas humanas que irrumpían como si el mundo se fuera a acabar en diez minutos.* Y aún así, todos comíamos. Porque el sistema aguantaba. *Porque en esa Universidad, como en los mitos, nadie se quedaba sin pan.*
Después venía la siesta. En la Playa. Ese lugar sin paredes ni jerarquías donde los cuerpos se entregaban al sueño como a una bandera horizontal. Dormíamos con el cuaderno por almohada, los zapatos puestos y la barriga tranquila. A veces una guitarra. A veces un poema. A veces solo el murmullo de cientos de estómagos en digestión solidaria.
Y frente a la cafetería nueva, en la rotonda, «el arte brotaba como maleza: músicos desentonados, actores improvisados, mimos sin rostro». Se aplaudía o se descalificaba. Todo era parte del almuerzo. Todo era parte de la universidad.
Eso, hoy, ya no existe. Ni siquiera allá.
En la Nacional se almuerza ahora rápido, en silencio, con culpa, con miedo. El plato ya no es encuentro. Es trámite. Es caloría contada. Es caja plástica. Es soledad.
Pero quienes lo vivimos lo recordamos con el estómago, porque no nos dieron solo arroz. Nos sirvieron país. Nos ofrecieron pertenencia envuelta en vapor. Nos entregaron dignidad con guiso. Y nos la comíamos toda, sin dejar nada.
Y por eso, cuando alguna cocina vuelve a oler a lenteja de olla grande, a arroz sin medida, a sopa espesa que burbujea sin afán, uno cierra los ojos y vuelve.
No por la 45. No por la 26.
Sino por donde uno siempre regresa a lo que de verdad lo sostuvo: por el recuerdo que aún sabe, intacto, a lo justo.
(Yo, viendo llover).
* Carlos Francisco Fernández es médico de la Universidad Nacional de Colombia.