Alguien va a perder el juicio

El próximo lunes 28 de julio Colombia volverá a mirarse al espejo y lo que verá reflejado no será grato para nadie. A las 8:00 a. m., la jueza 44 penal con función de conocimiento de Bogotá, Sandra Liliana Heredia, leerá el fallo del proceso penal más simbólicamente delicado de nuestra historia reciente: el que enfrenta al expresidente Álvaro Uribe Vélez. Más allá del desenlace jurídico, es inevitable reconocer que ese día, de una forma u otra, alguien va a perder el juicio.

Todo comenzó con una denuncia de Uribe contra el senador Iván Cepeda, a quien acusó en 2012 de supuestamente manipular testigos en su contra en cárceles del país. Sin embargo, en un giro insólito y jurídicamente sólido, la Corte Suprema de Justicia encontró que no era Cepeda el que estaba presionando testigos, sino el propio Uribe a través de su abogado Diego Cadena. Lo que empezó como una ofensiva judicial terminó por convertirse en una monumental autoincriminación. Por eso, en 2018, la Corte ordenó investigarlo por fraude procesal, soborno y soborno en actuación penal.

Desde entonces, lo que ha seguido no ha sido un proceso, sino una maratón de maniobras dilatorias. En una jugada política y estratégica, Uribe renunció al Senado para que el caso saliera del fuero de la Corte Suprema y pasara a la Fiscalía, entonces dirigida por su amigo personal el narcisista Francisco Barbosa. Esta movida resultó eficaz en términos prácticos: Barbosa y sus fiscales no actuaron como acusadores, sino como defensores, e intentaron precluir el proceso en más de una ocasión.

Ahora, aunque el hecho de que se trate de un expresidente acusado penalmente ya es de por sí inédito en Colombia, lo es aún más el volumen de implicaciones políticas, judiciales y sociales que este caso ha causado. Uribe, como figura totémica de la derecha nacional, concentra un capital simbólico que trasciende al Centro Democrático. Es el líder casi espiritual de una parte considerable del país, pero también el símbolo más odiado por la otra mitad. En ese sentido, su situación judicial es la más perfecta metáfora de la polarización nacional.

Sus defensores lo ven como un patriota acosado por una “justicia politizada”, más aún cuando el poder está ahora en la izquierda. Sus detractores, en cambio, ven en este proceso la posibilidad de hacer justicia a años de impunidad. No se trata solo de este caso puntual: detrás de las audiencias flotan las sombras del paramilitarismo, del helicóptero de Tranquilandia, del asesinato de testigos, de Pedro Juan Moreno, de los más de treinta congresistas de su coalición que fueron condenados por la parapolítica. Hay demasiados fantasmas.

Por eso, el fallo del 28 de julio es más que una decisión jurídica: es un parteaguas simbólico. Una condena sería leída como una victoria histórica de la justicia sobre el poder político. Una absolución, en cambio, confirmaría para muchos la tesis de que en Colombia el poder real nunca se toca. Pero ambas lecturas están incompletas si olvidan que lo importante no es lo que creamos, sino lo que se pueda probar en derecho. Y ahí radica el verdadero reto.

La jueza Heredia carga sobre sus hombros una presión que va mucho más allá de lo tolerable. Cualquiera que haya seguido el proceso sabe que su imparcialidad ha sido puesta a prueba en cada audiencia. Tiene el deber, acaso el más difícil en un país convulso, de fallar con base en pruebas y procedimientos, no en presiones, memes, consignas o movilizaciones digitales. Por eso es doblemente condenable el espectáculo en redes sociales: desde los uribistas, la “gente de bien”, que ya vaticinan su inocencia como una verdad revelada, hasta los antiuribistas que circulan montajes con el expresidente tras las rejas, como si el deseo popular pudiera sustituir el debido proceso.

Esta banalización del juicio en redes no es solo insensible, sino profundamente peligrosa. No estamos ante un reality show, sino ante un proceso penal con consecuencias enormes para la justicia, el Estado de derecho y la memoria colectiva del país. Convertirlo en una guerra de hashtags es perder la perspectiva. Lo que está en juego aquí no es solo la suerte de Uribe, sino la posibilidad de que la justicia pueda actuar —al menos en este caso— con independencia y seriedad, sin ceder a presiones mediáticas o partidistas.

Sea cual sea el fallo, la otra mitad del país se sentirá agraviada. Si es absuelto, los sectores progresistas y de izquierda denunciarán impunidad. Si es condenado, los sectores conservadores hablarán de persecución política y de revancha judicial. Habrá apelaciones, y allí pueden ocurrir tres cosas: que el fallo de primera instancia sea ratificado, que se revierta o que se dejen vencer los términos y el caso se archive. En cualquiera de los tres escenarios, repetiremos el ciclo de desconfianza institucional que nos tiene atrapados desde hace años, por no permitir que la justicia haga su trabajo sin ser arrollada por la opinión pública y los intereses políticos.

Lo cierto es que, el lunes 28 de julio alguien perderá el juicio. Si Uribe es absuelto, lo perderán la Fiscalía, la jueza y la parte acusadora, que invirtieron años en un proceso que no logró probar su punto. Si es condenado, lo perderán Uribe, su defensa, la Procuraduría y sus seguidores, que verán caer al símbolo de su causa. Pero lo que no puede permitirse Colombia —no en este momento, no con este caso— es perder el juicio como un país que necesita urgentemente aprender a separar justicia de venganza, instituciones de ideologías y sentencias de pasiones.

@cuatrolenguas

Imagen de portada, tomada de blog del Partido del Tomate