Por RUBÉN DARÍO CÁRDENAS*
“Los que mueren por la vida
no pueden llamarse muertos…”
Alí Primera
Quiero rendir homenaje a los combatientes que se empecinaron por llevar a buen puerto la bandera de la paz y la reconciliación nacional. Me refiero a los compañeros que sacrificaron su vida al intentar construir una avanzada guerrillera desde los departamentos de Chocó y Nariño, que obligara al gobierno de Turbay Ayala a sentarse a la mesa de negociación y pactar una amnistía digna para los presos políticos. No eran jóvenes violentos, no albergaban una granada en su corazón, tenían sueños, encarnaban ideales, esas alas poderosas que los sostenían, eran la esperanza de un mejor país.
Se asquearon de que siempre el pueblo pusiera los muertos. De los caseríos arrasados, los campos sembrados de cadáveres, los ríos de sangre a nombre de las banderas liberal y conservadora, mientras la dirigencia oligárquica atizaba el odio partidista, para luego, a escondidas, ponerse de acuerdo y repartirse el boato del poder. Esta evidencia fue la que arrojó a toda una generación al camino de las armas.
En este escenario es que debe entenderse el enorme paso que constituyó el proceso de paz que culminó con la expedición de la Constitución de 1991. Un proceso empujado por el M-19. Una gesta en la que cientos de mujeres y hombres ofrendaron su vida por la igualdad, la libertad y las garantías que solo puede ofrecer un estado social de derecho.
Eran los tiempos del Estatuto de Seguridad, de los desaparecidos y de los NN, dos letras diabólicas con las que se “enumeraban” los cuerpos de luchadores, estudiantes, activistas y líderes sociales- que habían sido silenciados por el régimen. La toma de la Embajada de República Dominicana tenía precisamente el propósito de hacerle saber al mundo la democracia de papelillo en que vivíamos: denunciar las violaciones de los derechos humanos por parte de las fuerzas armadas, rechazar la justicia penal militar para juzgar civiles y negociar la libertad para los presos políticos.
Un año después estos compañeros retornaban al país. Un contingente de 40 guerrilleros desembarcó, el 6 de febrero de 1981, en las playas de la Ensenada de Utría y el otro, con 67 combatientes, arribó, en el amanecer del 5 de marzo del mismo año, a un caserío a orillas del río Mira. Venían con los ímpetus revolucionarios de quienes habían abandonado todo “por la causa”, el ambiente represivo no permitía avizorar un cambio político “a las buenas” y pensaban contar con el apoyo de los pobladores de estas regiones largamente olvidadas por el estado. Todo se confabuló: las inclemencias de la selva, un territorio abrupto y desconocido y la falta de un trabajo previo con las comunidades, llevaron rápidamente al colapso de las dos columnas guerrilleras.

En tres meses el contingente que entró por Chocó había sido diezmado. Carmenza Cardona Londoño, la icónica “Chiqui” y 34 combatientes habían perdido la vida en enfrentamientos con el ejército. Sus cuerpos no han sido recuperados. Algo similar ocurría mientras tanto en Nariño. Bajo el mando de Carlos Toledo Plata, médico filántropo que había fundado una clínica y un centro de rehabilitación infantil en su Santander natal, la expedición estuvo a punto de fracasar sin haber empezado; la primera noche, completamente a oscuras y bajo el azote de un aguacero tempestuoso, montaron por error su campamento en el cauce de un brazo seco del río y la creciente los sorprendió a medianoche. Apenas tuvieron tiempo de correr hacia la selva y salvar el equipo, las aguas arrastraron río abajo, uniformes, cantimploras, hamacas y linternas.
A la mañana siguiente, cuenta María Eugenia Vásquez –una de las sobrevivientes-, cuando apenas la tropa se reponía, tuvieron que descolgar las hamacas a las volandas, porque habían estado a punto de ser devorados por las temibles hormigas tambochas. Con la claridad de que su presencia no pasaría desapercibida, la comandancia decidió deshacerse de la carga excesiva, camuflaron en un camión, cargado de cocos y chontaduros, las cajas repletas de armamento que partió el 6 de marzo con destino a Mocoa, pero en la localidad de San Francisco, los militares descubrieron las armas, empezaron las operaciones de combate y sorprendieron el pelotón de retaguardia. Sólo un hombre y una mujer herida sobrevivieron. Al resto les dieron de baja. Ante la sorpresa de la emboscada, la columna se dividió en dos. Una al mando de Rosemberg Pabón y la otra de Carlos Toledo.
Con el paso de los días, el cansancio y el hambre aumentaban. La ración diaria consistía en una lata de sardinas para compartir entre seis personas, un tarro pequeño de leche condensada para dos y trocitos de panela. Cada vez se les hacía más difícil avanzar y el agua les llegaba a la cintura. Una niebla viscosa se pegaba a sus cuerpos. Marchaban silenciosos, oyendo los helicópteros sobrevolar y ametrallar encima de ellos, adentrándose en el monte a toda prisa, evitando las trochas, pisando sobre la huella del compañero que los precedía para no dejar rastro.
Ante el asedio del ejército se vieron obligados a pasar a territorio ecuatoriano. Habían sufrido muchas bajas y no había posibilidad de recomponerse militarmente. Los sobrevivientes se disponían a su primera comida cuando sonaron los disparos y creyendo que era el ejército ecuatoriano, no respondieron, buscaban pedir asilo. Se trataba de un pelotón de contraguerrilla colombiana que se había adentrado en territorio ecuatoriano. Los ejércitos colombiano y ecuatoriano pactaron la entrega de los dos grupos, el de Rosemberg y el comandado por Toledo, que había llegado a la población de San Lorenzo, al ejército colombiano. Otro puñado de combatientes se quedó tirado en el monte a la espera de una tumba: los cuerpos nunca fueron entregados a ninguna autoridad gubernamental y los familiares debieron conformarse con la confirmación de su muerte por parte de sus compañeros de lucha.
Visto desde el presente político del país, cuando el Movimiento 19 de abril, tiene a uno de sus soñadores como presidente, con un apoyo popular innegable, con reformas sociales tangibles, con libertad, sin desaparecidos, sin amordazamiento de los medios de comunicación, sin persecución a los opositores políticos y, lo más importante, sin que lluevan los tristemente denominados NN. Considero que estamos acariciando un logro que obedece al sacrificio y al poder de los sueños irrompibles de tantos luchadores, caídos en el camino, pero también a la audacia política de sus dirigentes -casi una herejía para su momento- de ser el único movimiento insurgente que le apostó a la democracia. Mientras la izquierda de la época propugnaba por implantar modelos políticos foráneos, el M-19, tuvo la osadía y la visión de ser un movimiento nacionalista y democrático.
Quienes participamos de esa época turbulenta, en la que resistíamos en las movilizaciones, las huelgas, las marchas y, tristemente, la muerte de tantos compañeros, hoy contemplamos, llenos de esperanza, esta primavera y no estamos dispuestos a soltar para que retornen los tiempos oscuros del garrote, la inequidad y los desaparecidos. Seguiremos acompañando el camino del Cambio. Firmes en el empeño de ser dignos continuadores del legado de estos héroes y listos a empujar la historia para hacer de este, el país que los caídos soñaron.
* Rubén Darío Cárdenas nació en Armenia, Quindío. Licenciado en Ciencias Sociales y Especializado en Derechos Humanos en la Universidad de Santo Tomás. 30 años como profesor y rector rural. Fue elegido mejor rector de Colombia en 2016 por la Fundación Compartir. Su propuesta innovadora en el colegio rural María Auxiliadora de La Cumbre, Valle del Cauca es un referente en Colombia y el mundo.
Foto de portada e interior: CARLOS EDUARDO JARAMILLO