La foto del abuelo

Por F SÁNCHEZ CABALLERO

Muchas fotografías colgaban en la pared principal de la sala. En sepia o en blanco y negro, seres inexpresivos y sin pretensiones miraban fijamente a la cámara con una quietud impersonal. En el centro, como salida de un bestiario medieval, la imagen de un cerdo enorme sugería que aquel padrote podía ser el origen de toda esa descendencia rebelde, la semilla natural de una estirpe liberal diezmada a tiros por causa de la violencia.

La fotografía estaba deteriorada, manchada. Debido a que alguien había escrito por la parte de atrás, podían percibirse algunos caracteres repujados sobre el papel. Al ver mi interés en la imagen, el dueño de casa me dijo que se trataba de su abuelo, que el niño del costado izquierdo era él, y que en su reverso había escrito algo parecido a un conjuro. Ante mi desconcierto, aclaró que, por la aparición extraña del animal y su actitud afectuosa, todos en su casa lo consideraron el abuelo desaparecido misteriosamente después de una redada en la zona, atribuida a los “pájaros”.  

―El abuelo practicó la brujería ―dijo en voz baja―. Aparte de conocer el secreto de las plantas, sabía algunos trucos de ocultismo incluido el de convertirse en objeto o animal para confundir a sus enemigos en la época de la violencia. Dicen que podía transformarse en una estaca, en una mata de plátano o en un cerdo. Por ello cuando él se esfumó y el cerdo apareció, ese animal vivió con nosotros como un miembro más de la familia. El puerco tenía una mirada sosegada, comía y dormía dentro de la casa y le gustaba que le rascaran la barriga, tal como al abuelo. Existía la sospecha de que, quizá debido a fallas en su hechizo, fue incapaz de retomar su forma humana. 

Lo que nos convocaba en esa casa no eran las fotos familiares, tampoco había un motivo festivo o una conmemoración, era una despedida. La pareja lo dispuso y así nos lo hizo saber en mitad de la reunión. Sin objeciones, todos debíamos respetar su voluntad: ella moría. A partir de ese día no recibirían visitas, ni llamadas, se dedicarían a tejer su duelo en completa soledad; aislados de la sociedad y de todo, hasta que la muerte se compadeciera de ella. Eso hicimos. La despedimos contando historias tal como en el velorio de un pueblo de pescadores, con música, trago, café y comida hasta el amanecer. Lo insólito era que la difunta aún vivía, y sentada en una mecedora, cubierta con una sábana hasta el cuello, escuchaba nuestras palabras entre lágrimas y sonrisas, sin sobresaltos. 

Eran de un pueblo a orillas del Sinú. Ella pertenecía a una familia de ascendencia goda. Pese a que hacía varios años la guerra había terminado, en el campo las noticias tardaban en llegar, y para su padre ningún decreto iba a cambiar el pensamiento de las personas: “un chusmero es un chusmero” y no podía permitir que su hija se casara con uno de ellos.

Después de un romance clandestino, entre platanales y la orilla del río, los jóvenes decidieron fugarse. Como el suegro y los cuñados juraron venganza, él le pidió a su padre que le adelantara la herencia. Entonces se mudaron a tierras antioqueñas, a la espera de que el nivel de las aguas bajara un poco. En Itagüí compraron una casa modesta en obra negra, y con lo que les quedó montaron una tienda.

Fueron felices un tiempo, pero una tarde la desgracia los alcanzó de nuevo. La banda de atracadores del barrio la Raya, irrumpió en el local intimidándolos con armas de fuego. Él estaba abriendo la caja para entregarles el producido del día, cuando en ese momento ella se asomó desde la cocina y vio a los tipos que encañonaban a su marido. En temeraria reacción, tomó la hoya de agua hirviendo en la que preparaba café y se la arrojó en la cara a uno de los asaltantes. El hombre disparó simultáneamente y ella cayó en un baño de sangre del cual nunca más se pudo parar.

Estuvo unos meses en coma. De repente sus ojos se abrieron y con dificultad sus labios comenzaron a pronunciar palabras apenas audibles, tan delgadas como un silbido de serpiente. Su cuerpo no respondió. La bala entró por la escotadura esternal, debajo de la manzana de Adán, y se incrustó en su columna vertebral dejándola parapléjica. Después de muchos estudios, los médicos dijeron que no podían hacer nada más por ella. Retirarle el proyectil era condenarla a una muerte segura. Sin ninguna esperanza, él la llevó a casa y se dedicó a cuidarla de forma incondicional.

Allí la vimos nosotros esa noche. Grandes rosetones de color bilioso le aparecían por todas partes. Un hedor apenas soportable invadía el cuarto. Su cuerpo comenzaba a podrirse. Él le aplicó cuanta pócima o ungüento casero le recomendaron, pero fue inútil. Las llagas fueron invadiendo primero su espalda y luego todo su cuerpo, hasta convertirlo en una masa purulenta, pegajosa y mal oliente. Al darle la vuelta para aliviar sus quejidos, trozos de piel se quedaban en sus dedos. Toda ella se fue consumiendo silenciosamente. Su incontinencia fecal y urinaria le afectaron tanto y sintió tanta vergüenza, que decidió dejar de comer. Galleticas de sal untadas en leche eran su único sustento. Cuánta falta hacían los bebedizos, rezos y conjuros del abuelo en esos momentos.

Él jamás se quejó por nada, nunca denunció los hechos ni pidió ayuda de nadie. Esa noche, cuando le preguntamos si sabía quiénes habían sido los culpables, dijo que todo el mundo los conocía.

―Viven aquí cerca, asesinan y atracan a plena luz del día y uno de ellos exhibe las huellas del agua hirviente en su rostro como una condecoración de guerra.  Por aquí pasan, mirando de reojo con una risita burlona. La policía los captura y en menos de 24 horas los sueltan; son gente peligrosa.

Tres años duró esa agonía; el día de su muerte ya él tenía todo en orden. Sus familiares y amigos fuimos al cementerio, y en una ceremonia gris nos expresó su deseo de vender todo y regresar a su tierra, no sin antes solucionar algunos asuntos.

En el barrio, las cosas no cambiaron mucho, la tienda se cerró sin que nadie la extrañara y la gente, dominada por el miedo, permanecía encerrada en sus casas. Comenzaban los años setenta. Grandes nubarrones negros se desgajaron ese mes sobre los techos de barro y las calles desoladas. Muchos temían que se cayera el cielo y se persignaban con cada trueno. Poco después, un baño de sangre se desató en silencio.  

Junto a la autopista, un pistolero anónimo abatió a dos individuos en el instante en que atracaban a un taxista. No hubo testigos. La oscuridad y la lluvia impidieron al conductor ver de donde salieron los disparos. La banda de la Raya comenzó a ser desmantelada. Cinco días más tarde, en el billar del barrio vecino, otros dos miembros de la banda fueron asesinados de manera grotesca: sus sesos acabaron esparcidos en las paredes y el paño verde de las mesas quedó teñido de rojo. En los archivos policíacos no había consignado nada de trascendencia: “parece un fantasma”, “el asesino no dejó huellas, ni una palabra”, “no hay indicios de él, nadie le ha visto la cara”. El garitero del billar dijo haber visto salir una sombra sin rasgos de la oscuridad, que luego de romper los cráneos a esos hombres y de incrustar los tacos astillados en sus estómagos, se desvaneció otra vez entre la lluvia.

Unos días después, en la subida despoblada de la Colina, fue hallado el cuerpo despedazado del jefe de la banda. La cicatriz de su rostro le fue arrancada a mordiscos y sus tripas, según testigos, fueron devoradas por un puerco enorme que se internó en el bosque. (F)

www.fsanchezcaballero.net

@FFscaballero

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