Por F SÁNCHEZ CABALLERO
Era diciembre y los pavos que la tía Pablita había criado tuvieron que venderse para costear su tratamiento de los ojos en Medellín. Solo nos quedó un puerco flaco. Todo era para él: la cosecha de aguacates, los mangos que la brisa tumbaba, las guayabas maduras. Le dimos toda la yuca que podía tragar, ñame, cuatro filos sancochados y todo el suero que salía del queso que hacíamos a diario en la finca. Comía como un descosido y, tal como lo previmos, en menos de un mes engordó. Su piel lucía templada y brillante parecía un bangaño, se nos hacía agua la boca saboreando esos chicharrones en las fiestas que se avecinaban.
A falta de la tía Pablita, que solía encargarse de todo en la finca, decidimos dormir en la casa del pueblo junto al resto de la familia. Era diciembre. Por las noches bajábamos a la plaza para saludar a los amigos que no veíamos hacía un año, y a las muchachas que, tal como nosotros, recién llegaban de estudiar de diferentes regiones del país.
Apenas amanecía, madrugábamos a ordeñar y a hacer los trabajos de rigor en la finca: pilar arroz, arrancar unas matas de yuca, encerrar a los terneros, salir con el perro a montear o ir de pesca.
Un día el lechón no amaneció. En vano lo buscamos por todas partes: seguimos sus huellas, pusimos al perro a olfatear su olor en el platanal, avistamos el vuelo de los gallinazos en busca de una señal, pero perdimos su rastro en el potrero. Inútilmente, pusimos el denuncio en la inspección y demandamos el robo en el puesto de Policía.
―Ese ya debe estar convertido en tamales, ― nos dijo el comandante.
Un día después, sentado en la terraza, yo observaba a los campesinos que venían de sus parcelas con un racimo de plátanos al hombro, un costal con mazorcas o un trozo de leña. Podía ver también a las muchachas atravesar la plaza estrenando vestidos cortos y un nuevo caminado… pronto sería Navidad.
En un costado de la colina del frente, una figura alta y flaca caminaba despacio entre el pasto. En la cabecera del aeropuerto, la avioneta misionera dormitaba mansamente. Acosadas por la tarde, vi pasar las garzas rumbo a la ciénaga siguiendo el curso del río. Desde la plaza, un grupo de muchachos con un balón de voleibol gesticulaba y gritaba para que fuera a jugar con ellos. A punto de bajar, observé una vez más al hombre que caminaba despacio en la colina. Demasiado despacio. Estaba casi en el mismo sitio. Entonces advertí al animal, pegado a sus pies, apenas visible entre el pasto. Sentí un vuelco. Era parecido al nuestro. Mis sospechas no eran infundadas: en esa dirección no había casas ni senderos, y venía de los lados de nuestra finca, muy lejos del camino real. Llamé a mis hermanos y estuvieron de acuerdo.
―Ese es el puerco― dijeron, ―no hay que perderlo de vista.
Nos ocultamos tras las ventanas entreabiertas y vigilamos cada uno de sus pasos. El individuo venía directo hacia nosotros. Apenas frecuentado por los animales, el camino zigzagueaba sutilmente entre las dos lomas. Frente a la casa, le saldríamos al paso. Los últimos rayos de sol se ocultaron tras la copa de los árboles. Era evidente que el tipo esperaba a que oscureciera para no ser detectado. En medio de la penumbra lo vimos amarrar el cerdo a un palo y mirar hacia la loma de reojo, haciéndose el pendejo. Cruzó el alambrado, atravesó el potrero vecino y entró por detrás al solar del carnicero, sin duda para ofrecer el animal en venta.
Mientras mis hermanos vigilaban, bajé la loma por el camino a la quebrada. Lo desaté tan rápido como pude, parecía tener hambre. El puerco me siguió sin resistencia y lo aseguré en la parte trasera de la casa, junto a un árbol de caimito.
Ya a punto de oscurecer, vimos al hombre regresar con cautela. Miró a todas partes, se llevó las manos a la cabeza, buscó por el potrero, apartó unas matas de rastrojo y se adentró en el pajonal, sin resultados. El puerco había desaparecido. Mis hermanos reían. Con un encendedor siguió sus huellas en el barro junto a la quebrada. Las pisadas seguían hacia arriba, avanzó tres pasos y se detuvo. Miró hacia nuestra casa pero, sin valor para subir, dio un último rodeo y se marchó fastidiado en medio de la frustración y la oscuridad.
Más tarde en la plaza, conversando con Gómez, el comandante de Policía, le contamos el singular suceso y la forma tan particular como habíamos recuperado el puerco, aunque lamentamos que a causa de la penumbra no hubiéramos podido identificar al ladrón.
―No hace falta, ―dijo Gómez― yo sé quién es. No hace mucho llegó al comando un muchacho alto y flaco a poner un denuncio por la pérdida de un marrano. Cada quien defiende lo que cree suyo. (F)
@FFscaballero