Por F SÁNCHEZ CABALLERO
Llegué al pueblo más próximo a “Río de oro”, un caserío de unas 30 casas que conserva su nombre. Aproveché mis días libres para seguir la pista de Járbol, un viejo profesor de periodismo, amigo de mi padre y, tal como yo, amante de las aventuras y de las historias perturbadoras. Járbol desapareció en los años 70 en la selva del Darién en extrañas circunstancias. Quise regalar a mi padre el final de esa historia, pero su rastro se hizo cada vez más borroso. Los viejos fundadores del pueblo han muerto o se han ido.
El caserío se encuentra a orillas de un río que no parece moverse, como si dudara de su cauce y temiera avanzar. Los mineros han convertido sus orillas en un lodazal. El pueblo es pequeño. La estructura más grande es una carcomida iglesia de madera sin cruz y sin campanas. Los curas no han vuelto.
En el pueblo nadie habla del “Río de oro”, quizá por agüero, pero un brillo antiguo sale de sus miradas cuando se les menciona. Cuentan que hace mucho tiempo dos hombres llegaron en busca de esas playas doradas, pero la selva se los tragó. Hablé con la vieja profesora que trabaja sin sueldo y tal vez todavía espere su jubilación en medio del olvido. Dice que la mandaron allí por error y jamás pudo salir. —Las miradas de esos niños me atraparon.
Conoció al forastero, como ella le decía a Járbol. —Era un buen tipo— dijo.
Ella me encausó hasta la distante reserva Tule.
Allí me reuní con el legendario Pascasio, su eterno cacique. Me dijo que el “Río de oro” nunca fue un lugar, sino un espíritu, una corriente que se arrastra bajo la selva como una gigantesca serpiente ciega, que se alimenta de oscuridad y de la avaricia de quienes la buscan. Recordaba al forastero y a los dos expedicionarios que llegaron antes que él enceguecidos por la codicia. A todos les dijo lo mismo: “Río de oro no existe”. Pero al ver sus narigueras y pectorales dorados, nadie le creyó.
Pascasio me prestó a un joven guía para que me llevara por la ruta que tomaron aquellos hombres. Luego de seis horas por entre los árboles, cruzando riachuelos y evadiendo todo tipo de sobresaltos, llegamos a la cueva del jaguar, donde supuestamente fueron vistos por última vez. En la entrada de la caverna, tan oscura como la boca de la muerte, el joven Tule comenzó a temblar. —Hasta aquí lo acompaño— dijo.
La cueva era intimidante. Se presentía tenebrosa y húmeda, pero en el fondo unos destellos dorados podían verse en piso y paredes. Quise entrar, pero el aire cambió. Un soplo de hedor insoportable se deslizó entre las sombras. Avancé unos pasos y pude ver una enorme cantidad de huesos fluorescentes esparcidos en el suelo rocoso. Había restos humanos y de animales. A su lado, lo que parecía ser un pequeño morral llamó mi atención. Me abalancé sobre él cubriendo mi nariz y mi boca, lo tomé y salí a toda prisa. Desde lo más hondo se oían ronquidos furiosos, como si la caverna, dormida y atormentada, soñara con sus propios monstruos. El aire escaseó en mis pulmones y caí sin sentido, justo en la entrada. Cuando desperté, me encontraba en la ranchería Tule. Acostado en una troja, sobre una fogata de hojas verdes, olorosa y humeante, los ancianos ofrecían mi nombre a los espíritus de la oscuridad.
A mi lado, el joven guía había puesto el morral de tela. En él había una linterna con las baterías derretidas, una navaja, algunas prendas de vestir, medio lápiz y una agenda. Era el diario de Járbol. Aparte de algunos apuntes de tipo personal, trazó la ruta de su viaje desde Bogotá hasta el Darién chocoano, y los nombres de algunos contactos en la región: Graciliano Arcila, Manuel de Aguas, Angel Saa, Nedher Sánchez… Para no alargar la historia, me detendré en sus últimos días, transcribiendo casi textualmente las palabras sorprendentes, sus mágicas impresiones, describiendo una serie de sucesos que rozan el delirio:
Día 5
He llegado al final del camino. Es un caserío tan insignificante que no aparece en ningún mapa, pero no hay imposibles para un espíritu obsesivo. Estoy en medio de la selva. Un bote me dejó en el pequeño puerto de Titumate y caminé diez kilómetros por el barro, crucé la loma del coco, sobre las huellas del tigre. El pueblo es pequeño. Las casas conservan una distancia irreconciliable. No tienen ventanas. La gente me ve con curiosidad, pero se aleja o se esconde tras las puertas desvencijadas. Son las familias temerosas de los mineros. El río parece dormido, pero sé que me observa. El aire pesa, huele a fango, a hojas podridas y a una tristeza que no sé nombrar.
Vine siguiendo una historia. La leyenda habla de un río subterráneo que brilla por las noches, un río imposible, donde el oro de sus playas compite con las estrellas. Estoy cerca. Siento que me espera.
Día 6
Pascasio, el cacique Tule, me habló esta tarde en el resguardo. Su cuerpo es un tronco impetuoso hecho para enfrentar tormentas. Su voz, una raíz carrasposa que se retuerce alrededor de las piedras. Dijo que el oro no se encuentra, él te encuentra a ti.
Me advirtió que el río no es un cauce, sino un espíritu esquivo que se mueve bajo los pasos de los hombres codiciosos. En su mirada había algo parecido a la conmiseración o al presentimiento; no lo supe distinguir.
Día 7
El rancho de palma y chonta donde duermo parece transpirar. Por las noches cruje y se queja; oigo un goteo constante que baja del techo, como si el agua caminara entre las grietas.
Anoche creí oír voces. Un murmullo suave en una lengua que no conozco parecía repetir mi nombre.
Quizá era el idioma ritual de los Tule o el espíritu del monte. Quise desistir, pero al amanecer hallé en el suelo, junto a mis botas, un grano dorado, diminuto, brillante, lo tomé como una premonición.
Día 9
El joven guía me ha internado en lo más profundo y escabroso del bosque. Dice que su abuelo fue uno de los dos nativos que acompañaron a los hombres libres que buscaban el “Río de oro”. No regresó.
Atravesamos quebradas turbias, árboles con maneras propias y un bosque tan espeso que el sol apenas tocaba el suelo. Todo el tiempo sentí que algo nos seguía, una bandada de alimañas invisibles respirándonos cerca. Insectos que zumbaban como si rezaran. Mi guía llevaba colgado un amuleto hecho con huesos. Le temblaba la voz cuando hablaba del río que aparece y desaparece. —Siempre tiene hambre— me dijo. —Es insaciable.
Día 10
Encontramos un machete oxidado incrustado en la hendidura de una roca.
El aire olía a amenaza, a sangre vieja. El guía rezó en su lengua y no quiso continuar. Yo me quedé solo.
Día 11
El río habló, no con palabras, sino con un rumor indescriptible que venía desde el suelo profundo. El agua temblaba como si transpirara. Toqué la arena y sentí algo tibio. No era el frío del metal. Era la calidez de la piel.
Entonces, pensé en el río del olvido y tuve miedo.
Los hombres que lo buscan no mueren. Pierden la memoria. Se funden en él y no saben volver. Mi reflejo en el agua no me pertenece. Soy todos ellos. No hay palabras para explicarlo.
Día 13
No recuerdo haber dormido. El amanecer llegó sin el canto de los pájaros. Esta cueva mal oliente no parece tener sentido. Es la entraña de una bestia en reposo. Apenas si puedo respirar. Pienso que los expedicionarios murieron en este lugar por aburrimiento o por desasosiego. Sus huesos brillan como el oro. Quizá yo tampoco pueda regresar. Mi piel alumbra.
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Si alguien encuentra esta libreta, no siga el rumor del río que aparece y desaparece. El oro que aquí respira no ilumina: consume, devora. Y cuando empiece a brillar en tus manos, habrás perdido tu alma.
Ya será demasiado tarde. (F)
@FFscaballero
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