Por JUAN SEBASTIÁN BERRÍO (Manada)
Hace 203 años, en el Congreso de Cúcuta, Francisco de Paula Santander (o el «General Pepito», así le decían), pronunció la sentencia que marcaría nuestro destino: «Colombianos, las armas os han dado la independencia, las leyes os darán la libertad».
Han pasado 203 años de aquel discurso, 215 de historia republicana y cargamos a cuestas una cantidad casi incalculable de leyes, decretos y resoluciones. Hemos visto pasar al menos 10 Constituciones Políticas Nacionales, casi 50 provinciales durante la mal llamada «Patria Boba» y ya contamos 40 reformas a la vigente Carta de 1991. Ante este panorama, hoy le preguntaríamos al «General Pepito»: ¿y la Libertad?
Mientras escribo estas líneas, dos ancianos —un hombre y una mujer que superan los 60 años— miran al vacío sentados sobre un andén, junto a un semáforo donde mendigan hace ya tiempo en la ciudad que habito. Al verlos, la pregunta se torna un grito ahogado, ya no solo dirigido a Santander, sino a los cientos de «Pepitos» y «Pepitas» que administran este país: ¿y la Libertad?
Esta Colombia que duele en cada paso, que unos días hincha el espíritu con perfumes de lucha, aires de paz y esperanzas de cambio, y que en otros destroza el interés con violencia oficial, violencia clasista, violencia de género, racial, económica y cuanta agresión inventada o por inventar exista en lo más despreciable de la condición humana; esta Colombia, digo, sigue siendo terreno fértil para creer ingenuamente que todo se soluciona con leyes, con normas y mandatos espurios emanados de dudosos poderes públicos.
Ahí radica nuestro karma santanderista, pepiano y leguleyo. Vivimos atrapados en esa manía de la impostura moral: un supuesto respeto irrestricto a «la ley» en el discurso, mientras las prácticas antiéticas reales llevan a todos los niveles de la sociedad a buscar, de manera —ahí sí irrestricta—, cómo torcer la norma y hasta el principio ético más básico en favor exclusivo de la individualidad o, a lo sumo, de reducidos grupos de poder.
No importa a quién nos llevemos por delante o qué principios debamos fracturar; lo determinante es la impostura. La apariencia, la pose, el formalismo vacío; eso es lo único que el sistema valida. Si vas a saquear el erario público, arrebatando el derecho a la alimentación digna de la niñez o defraudando al sistema de salud, poco importa el crimen mientras se posicione tu liderazgo y se acreciente tu lucro bajo el manto de la legalidad técnica. Si vas a mentir y manipular en tus relaciones, poco importa el daño si logras mantener la fachada de ser una persona «de bien».
Es aquí donde debemos detenernos con el bisturí del pensamiento crítico. La corrupción en Colombia no es una simple «manzana podrida» o un fallo del sistema; es, en términos marxistas, parte de la relación social de producción. La impostura de la que hablo es la superestructura ideológica que permite que el despojo parezca administración pública.
La tecnocracia ha perfeccionado esta impostura. Ya no se roba por asalto, sino con el inciso escondido en una norma o con la licitación hecha a medida, redactada en un lenguaje tan técnico y aséptico que el pueblo no logra descifrar el robo hasta que siente el hambre. Esta «estética de la legalidad» es la herramienta predilecta de la oligarquía criolla para mantener sus privilegios. Se disfrazan de expertos, de técnicos neutrales, cuando en realidad son los alfiles de un modelo de acumulación que necesita de la corrupción para lubricar sus engranajes.
La corrupción es la hija legítima de una sociedad que elevó el dinero a la categoría de dios y la ley a la categoría de mercancía. Cuando el General Pepito dijo que las leyes nos darían la libertad, olvidó mencionar que en un sistema de clases, las leyes son la voluntad de la clase dominante disfrazada como norma. Por eso, la «impostura» es sistémica: el funcionario que pide la coima no es una anomalía, es el producto lógico de un Estado diseñado para el lucro privado y no para el bienestar social.
Simón Bolívar, en su visión continental y popular, intuía que el exceso de reglamentación ahogaría la República. Hoy, la realidad le da la razón. La garantía real de derechos no vendrá de otro código, ni de otra reforma constitucional redactada por los mismos doctores que nunca han pisado el barro de la periferia o que solo usan el concepto de “la Colombia profunda” para sonar a la moda.
Necesitamos una ruptura radical con la tecnocracia que ha secuestrado el Estado. Esa ruptura implica entender que la política no es el arte de administrar lo existente, sino de transformar lo imposible en realidad en el más alto interés humanista y popular. Debemos arrancar la máscara de la impostura moral y reemplazar el fetichismo jurídico por la justicia material.
La libertad de los dos ancianos en aquel semáforo no se decreta; se construye destruyendo las estructuras de miseria que los pusieron ahí. Menos Pepitos y más pueblo. Menos papel sellado y más dignidad humana. Es hora de dejar de fingir que somos una democracia de leyes y empezar a ser una república de ciudadanos libres.