Los diez días que estremecieron a Colombia

Por YEZID ARTETA*

Noviembre de 1985.  Llovía. Un aguacero bíblico. Las gotas caían como piedras, y al estrellarse contra el lodo salpicaba el vivac en el que a duras penas me guarecía. Estaba en el culo del mundo junto a otros guerrilleros trajeados y armados de cualquier manera. Éramos pocos pero significábamos más. Esperaba que la lluvia amainara para tomar un sinuoso camino de mulas que me llevaría hasta la punta de una vía destapada en la que alguien me esperaría en un jeep Willys.

Allí estaba él. Lucía un sombrero al estilo Indiana Jones. Llevaba una escopeta de cacería colgada al hombro. “Listo, compa, nos vamos”, dijo sonriente. En la parte trasera del Willys iba una jauría. Él había preparado cuidadosamente la coartada: éramos un par de cazadores sin suerte. El todoterreno descendía por la cordillera a trompicones y los perros, sea por hambre o porque olfateando la presa, ladraban sin tregua. Entre los nubarrones se divisaba la base militar de Cerro Munchique. Iba tenso. Colombia era gobernada por Belisario Betancur, con quien existía una tregua que llevaría a un acuerdo de paz con las guerrillas. Cuando llegamos a Popayán sentí un pelotazo de alegría. Al día siguiente estaba en Bogotá, lugar en el que se realizaría el congreso constitutivo de la Unión Patriótica.

Fui hasta la Plaza de Bolívar porque tenía razones afectivas para hacerlo. El Palacio de Justicia estaba roto. Parecía recortado de un filme apocalíptico. Las troneras en los muros eran testigos del severo castigo propinado por los proyectiles que vomitaron las bocas de fuego. Los lamparones negros que moteaban las paredes eran el mondo testimonio del espantoso poder de las llamas. Entre los muertos había juristas a quienes había leído, escuchado y visto en carne y hueso. También estaba un samario con quien compartí episodios de rebeldía en la Universidad Libre de Barranquilla.

Con el extraordinario manual de Alfonso Reyes Echandía aprendí mis primeras lecciones de derecho penal. En un foro organizado por Antonio Díaz Lora —asesinado en febrero de 1996 en la puerta de su casa en Barranquilla— escuché la brillante disertación de Manuel Gaona Cruz sobre el nuevo constitucionalismo y la Carta de Derechos. Reyes y Gaona, dos magistrados self-made man, muertos en uno de los disparates de violencia que, ni siquiera al más osado guionista de cine se le hubiera ocurrido escribir.

Entre los asaltantes iba el samario Alfonso Jacquin Gutiérrez. A pesar de su juventud, era el titular de la cátedra de Derecho Constitucional en la Universidad Libre de Barranquilla. Yo entonces cursaba cuarto año de Leyes y era el representante estudiantil al Consejo Directivo de la Universidad. Un sectario grupo de gamonales del Partido Liberal tomó el control del alma mater y decidió expulsar a los profesores y estudiantes que no comulgaban con sus ideas. Cincuenta y cinco personas, entre profesores y estudiantes, fuimos desterrados. Entre ellos estaba Alfonso Jacquin. La última vez que lo vi fue en el concierto de la Fania All Stars en el estadio Romelio Martinez. Cada uno cogió su camino. No podía creer que Alfonso estaba, junto con el cienaguero Andrés Almarales, al mando del grupo que se tomó por asalto el Palacio de Justicia. El destino a veces parece una maldita partida de póker.

Noviembre del 2005.  “La hora de sol”, dijo el guardián mientras abría la puerta de mi celda. En el pabellón de aislamiento de la penitenciaría La Dorada la regla era elemental: veintitrés horas de encierro por una de sol. Antes de ir al patio me acerqué a la celda de Álvaro. Lo noté abrumado. Él hizo parte de los guerrilleros del EPL que firmaron un acuerdo de paz con el Gobierno, hasta que las “fuerzas oscuras” empezaron a cargárselos. Decidió entonces enmontarse de nuevo, pero, con las FARC. En agosto del 2004 fue capturado por el Ejército en el área rural del Tolima.

“¿Qué te pasa, Álvaro?”, le pregunté. “La vieja”, respondió lacónicamente. “¿Qué le sucedió?”, insistí. “Hoy hace veinte años que murió en Armero”, dijo mirando perdidamente hacia una de las cuatro paredes desnudas de su celda. Me explicó que parte de su familia vivía en Armero y cuando supo la noticia sobre la avalancha buscó todos los medios para llegar hasta el lugar y cuando lo consiguió, sólo pudo divisar una ciénaga de lodo maloliente. Álvaro llevaba años en prisión y tenía la esperanza de que un acuerdo de paz le permitiera rehacer su vida con lo que le quedaba de familia. Así fue.

Tiempo después. Los rescoldos del Palacio de Justicia y las marismas de Armero flotaban en la mente de los tres mil delegados de la Unión Patriótica que, lanzados al destino, sesionaron por esos mismos días en el teatro Jorge Eliécer Gaitán. Fotografías de cadáveres calcinados o semienterrados en el lodo copaban las primeras páginas de los periódicos. La suerte estaba echada.

Los tiros iban y venían desde todas las direcciones. El 14 de noviembre de ese puñetero año de 1985, algunos disparos alcanzaron la carne prieta de Ricardo Lara Parada, el rebelde del ELN que, al salir de la prisión luego de cumplir una condena, dijo “No” a las armas y se fue de frente a hacer política por las vías legales. Lara Parada fue víctima de Caín. Sus propios hermanos de la guerrilla se lo cargaron. “Fue un error”, reconocieron años después. ¡Vaya error! ¿Hasta cuándo seguirán cometiendo “errores”?

En noviembre de 1985, la necedad humana y la imprevista naturaleza se juntaron para quitar la vida a miles de inocentes. Fueron tiempos maximalistas en los que todos los operadores políticos, militares y guerrilleros veíamos la realidad en blanco y negro. Fueron tiempos en los que los gobernantes no fueron capaces de tomar las medidas necesarias para aminorar la catástrofe ocasionada por la naturaleza. Fueron tiempos en los que sólo hubo perdedores.

Todos estos acontecimientos sucedieron en menos de diez días. Diez días que estremecieron los cimientos de Colombia. Diez días que dejaron heridas que deben ser tratadas con gestos de humanidad y sin revanchismo. Es recomendable echarle una mirada al pasado para ordenar mansamente los asuntos del presente. Hay que ir hasta los aposentos de la historia, pero no quedarse en ellos a riesgo de que los comejenes carcoman la poca humanidad que nos queda. “Estoy rodeado por reliquias de una vida que ya no existe”, se queja la viuda Ruth, la matriarca de la familia Fisher que lleva una funeraria en la serie Six feet under (A dos metros bajo tierra).

@Yezid_Ar_D

* Tomado de la revista Cambio Colombia

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