Envigado era entonces un pueblo grande, un lugar de fantasía y ensueño. Había árboles inmensos como catedrales verdes, quebradas serpenteando por las laderas, trochas de arrieros, senderos de piedras frecuentados por caminantes como Fernando González con su bastón de brujo, Cosiaca, un cura sin cabeza, poetas. En sus bosques encantados no solo existían criaturas extravagantes, había madre montes, lloronas, patasolas y mohanes. Los niños urbanos crecían en las calles y parques jugando con carritos y pelotas de caucho, temerosos del canto de la gallina ciega y la oscuridad. A Santi en cambio le gustaba caminar descalzo, comer pomas en los potreros y cazar corronchos en los riachuelos saltando de roca en roca y recogiendo piedritas que atesoraba en frascos de boca ancha y, con las que más tarde creaba formas alucinadas en el patio.
Después de conocer a Gloria, su devoción por las piedras se transformó en una nueva obsesión. Ella era poseedora de un espíritu antiguo, agorera y soñadora. Su cabellera lucía como la noche y en su mirada sombría abrevaba el fantasma de una vieja melancolía. Era una muchacha diferente, con todos los atributos que un galán de su tiempo podía pedir. Por ello no era extraño verlos rondar su casa de uno en uno con cualquier pretexto. Los pretendientes se multiplicaron con los días. Santiago, para quien el estudio nunca fue una prioridad, lo observaba todo con detenimiento. Por su contextura frágil se sabía en desventaja frente a sus contrincantes, carecía de habilidades discursivas, no tenía dinero y su presencia no era imponente. Pero eso no le importaba. Para él nada había sido fácil. Nunca le sacó el cuerpo a las dificultades y, sabía que después de irse cada uno de ellos, era su sonrisa la que prevalecería en sus sueños cada noche. Con paciencia él esperaba su turno en el bar de la esquina, donde pasaba horas mirando hacia su casa, solo, en silencio, saboreando despacio el aguardiente doble que pedía. Unos minutos después de apagada la luz de su cuarto, él se ponía de pie. Con tres o cuatro pequeñas piedras en los bolsillos se aproximaba a paso lento y las lanzaba contra la ventana. Cuando ella abría, él le arrojaba una sonrisa introvertida y una flor que ocultaba cuidadosamente dentro de la camisa. Luego de unos segundos se alejaba sin decirle nada y, dejando un halo salvaje tras de sí se internaba en la oscuridad.
Los domingos, después de misa, solía sorprenderla en el parque, frente a la iglesia, dándole comida a las palomas que se posaban sobre su cabeza mientras reía. Sus contrincantes en cambio la llevaban a cine o la invitaban a comer helado en la plaza. Ese ritual de cortejo colectivo duró cerca de dos años. Cansado de las visitas nocturnas de sus tentativos yernos y el gasto de café, su padre la apuró a decidirse, pues ya era una muchacha casadera y él no estaba para seguir perdiendo el tiempo en esas largas e insustanciales conversaciones nocturnas. Sorpresivamente, y casi sin pensarlo, ella optó por el desapercibido borrachín que una noche en que llegó tarde y ella se quedó dormida, le rompió el cristal de la ventana a pedradas.
―Es un bueno para nada que no tiene en qué caerse muerto―, dijo el padre ―ni siquiera me pagó el vidrio que rompió.
― Él tiene la sonrisa más tierna que conozco, prometió traerme flores todos los días, y me construirá una casa de piedras con ventanas de madera―, precisó ella.
Ebrios, la noche de bodas se subieron al palo de mangos del solar, para reír desnudos por la presencia de una hormiga noctámbula o una hoja chueca. Con delicadeza él puso la hormiga sobre sus senos y esta recorrió su cuerpo en busca de ese olor almizclado que expelía su piel. Empíricamente forró con rocas el pequeño cuarto en que dormían, luego fue ampliándolo con trozos de madera lavada por los ríos, traídas de las quebradas o lugares insólitos que con frecuencia visitaban agarrados de la mano. No era extraño encontrarlo en la calle con costalados de tejas de barro, fragmentos de baldosines y cristales de colores recopilados en construcciones viejas que el progreso constructivo demolía. Su casa se fue llenando de recuerdos, de formas orgánicas, de símbolos casuales y sin sentido aparente. Construyó baños, fuentes, mesas, sillas, y una cama de piedras que Gloria cubrió con una colorida colcha de retazos, en cuya cabecera, cada día, antes de que ella se levantara, él dejaba una flor recién cortada en los alrededores.
Por cuestiones de trabajo, Santiago se desplazó hasta un pueblo del suroeste antioqueño. Cuando ella comenzó a lamentar la ruptura de su antigua promesa, él regresó con un fardo de piedras y un manojo de flores exóticas, una por cada día que estuvo ausente. Más tarde emprendió un viaje hacia el país del norte, en donde desempeñó los oficios más despreciables durante un tiempo. Su mujer pensó que ahora sí había llegado el fin de su romántica tradición, pero entonces comenzó a recibir cartas de su risueño amante, con dos o tres palabras de cariño y, dibujada a todo color, una desgarbada y hermosa flor.
La casa de las piedritas era un organismo en continua transformación. Una forma en movimiento, una constante creación. Cuando la conocí tenía solo dos pisos y más de treinta años de trabajo. Desgraciadamente para entonces, el terreno del cual cortaba sus flores había sido arrasado por las máquinas de los constructores que no solo perturbaron su tranquilidad, sino que lo acosaron una y otra vez con ridículas sumas de dinero por su casa de piedras para destruirla y convertir su lote en parte del gran proyecto habitacional. Además del dinero ofrecido, le entregarían un apartamento en la nueva construcción, pero él dijo, —no, la casa le pertenece a ella. Viendo tu determinación, todo hostigamiento cesó. Durante el período de pandemia, Santiago se ensimismó infatigablemente con el tercer nivel desmontando parte de su techo; hizo pequeños tamales de la tierra del lote en disputa, construyó una buhardilla con acceso por ambos lados, le hizo una escalera marinera, pequeños espacios que adaptó como cuartos para sus nietos, un amplio salón, balcones… pero una enfermedad silenciosa fue minando su voz y sus fuerzas, se estaba apagando por dentro. Su casita de piedras se había convertido en su más enfática declaración de amor, en su fortificación, en su tumba.

A su muerte en mayo de 2022, Gloria se encerró a llorar su soledad. Fueron días de amargura. El amor de su vida la había dejado prisionera en su pequeña fortaleza de piedras. Los turistas y amigos que tocamos a su puerta no encontramos respuesta. Un domingo, camino a la iglesia, una vecina tropezó con unas piedras que se acumulaban frente a la casa. Indignada, la mujer llamó insistentemente a la puerta para exigir una explicación del porqué esas piedras estaban atravesadas en el andén. Sin saber qué decirle, Gloria decidió recogerlas una a una y entrarlas a su patio. Al contarlas, cayó en cuenta de que había 23, una por cada día desde que Santi partió. Notó también que, de las plantas de abrojos, nacidas de forma casual en el frente, habían brotado 23 florecillas blancas, y sonrió ante tan extraordinaria coincidencia. Entonces decidió abrirse una vez más al mundo, su vida debía continuar. Con el paso de los días, el arrume de piedras frente a los escalones de su puerta comenzó a crecer de nuevo, y no pudo soslayar el hecho ante la queja constante de los transeúntes, que llamaron a la policía para que les fuera restablecido el paso. Ella les juró que no tenía nada que ver en el asunto. Pero para no pagar la multa con que fue amenazada por obstruir la vía pública, aceptó que pusieran un bombillo con cámara de vigilancia enfrente. Varios días después, al revisarla, los policías notaron que en ocasiones la imagen parpadeaba y cada que la señal se restablecía, otra piedra había sido sumada a la pila; en tanto, las plantas exteriores ya conformaban un gran vergel florecido que fue preciso arrancar. Con escepticismo, las autoridades le advirtieron que, de seguir apareciendo esas piedras en el andén, cualquier lesión, desgracia o gastos de hospitalización de un transeúnte correrían por cuenta de ella. Sospechando que el espíritu de su amado tenía algo que ver en el asunto, ella imploró ante el altar de rocas que él le hizo a la virgen, para que se detuviera y por favor no la metiera en problemas. Fue entonces cuando las piedras comenzaron a aparecer en distintos rincones de la casa y, las plantas sembradas en macetas o sobre las paredes rocosas se turnaban para florecer.
Una visitante ocasional le advirtió que, tal vez, esa fuera una señal de que el alma de Santiago se hallaba penando en el purgatorio, estado en que, a la luz del pensamiento difuso y en razón de la gran tribulación, los espíritus revisan cada detalle de su vida terrena. Caprichosamente tratan de exorcizar el tiempo, desatan vientos, crean auroras, colorean atardeceres o apilan rocas que luego son arrojadas hacia el vacío como centellas en mitad de las tempestades. Pero nadie es un verso suelto en su plan divino, Santiago requiere de una misa, oraciones e indulgencias para evitar el fuego purificador y abrazar la misericordia del Señor, concluyó la mujer.
Quizá por lo disparatado o absurdo de su lógica apócrifa, Gloria lo desestimó.
― Santi era el hombre más bueno del mundo― dijo ―él era incapaz de matar una hormiga. Tan solo está cumpliendo con una promesa que trasciende los linderos de la muerte, es su forma de decirme que aún está aquí, es su manera de decirme que todavía me ama y, donde quiera que se encuentre, sé que me cuida. (F)
@FFscaballero