Por JORGE GÓMEZ PINILLA
Este artículo tiene el propósito de aclarar una afirmación de Hubert Ariza, columnista de El País América al que sigo y aprecio por sus brillantes planteamientos, pero quien el pasado 14 de junio asumió como verdad algo que aún está sujeto a comprobación: “Álvaro Gómez Hurtado, ejecutado por las FARC cuando salía de dictar clases en la Universidad Sergio Arboleda, en Bogotá, el 2 de noviembre de 1995”. (Ver columna).
Se trata de un error común, pues cuando las Farc se atribuyeron ese crimen pareció desvanecerse la incertidumbre general que había en torno a sus autores, en consideración a una inquietud en apariencia lógica: si no hubieran sido las Farc, ¿qué motivo habrían tenido para inculparse?
El interrogante suena ajustado a la lógica, pero mientras las Farc no muestren ante la JEP las pruebas de tan sorpresiva declaración (25 años después de que ningún rastro orientara hacia allá), el suscrito autor de Los secretos del asesinato de Álvaro Gómez Hurtado (Ícono Editorial, 2020) está en el deber profesional de exponer los argumentos que lo llevan a pensar que están mintiendo, en condición de lesa gravedad.
Estamos ante una confrontación de versiones, que solo la justicia puede resolver: mientras mi libro coincide con el entonces embajador de EE. UU. en Colombia, Myles Frechette, en señalar con pruebas contundentes a políticos de derecha aliados con militares golpistas, la autoincriminación de las Farc los libera de toda culpa, a tal punto que dentro del comunicado donde asumieron responsabilidad, dejaron colar lo que podría entenderse como un guiño cómplice: “sabemos que nuestros adversarios en la guerra pueden ser nuestros aliados en la paz”.
Ahora bien, no fue mi libro el que les endilgó la culpa a los militares, sino ante todo la juiciosa investigación de las fiscalías consecutivas de Alfonso Valdivieso y Alfonso Gómez Méndez (1995 – 2001), que condujo a la condena a 40 años de cárcel a uno de los gatilleros (Héctor Paul Flórez) y tuvo preso al coronel Bernardo Ruiz Silva y a sus cómplices del grupo Cazadores de Inteligencia Militar de la brigada XX del Ejército, hasta la sorpresiva absolución que les concedió la juez Lester María González, quien se negó a hablar para mi libro.

A Myles Frechette -sin duda alguna la persona que mejor sabía lo que ocurrió en Colombia durante el gobierno de Ernesto Samper- le pregunté en Washington quién o quiénes creía que habían sido los autores intelectuales de ese crimen, y esto respondió: “eran unos militares, algunos del servicio activo y otros jubilados, que querían derrocar a Samper porque creían que era un peligro para la patria”. (…) “Sé que esos militares de los que le hablo buscaron a Álvaro Gómez y le hicieron la pregunta”. (…) “Cuando él les dijo que no, ellos pensaron “caracho, de pronto el tipo suelta la letra o se le sale algo”. (Pág. 193).
Más adelante, en otro aparte se refiere a la Asociación de Oficiales Retirados de las Fuerzas Militares (Acore), en estos términos: “Es una organización poderosísima. (…) Eso indica que en Colombia el poder de los militares es enorme”. (Pág. 197).
Revisando con ojo clínico sus afirmaciones, llegué a la conclusión de que Frechette acudía a mensajes cifrados para dejar pistas sobre todo lo que sabía… pero no podía revelar. Sea como fuere, sus declaraciones y hechos posteriores sirvieron para llegar a la hipótesis que a continuación desarrollo.
Primer hecho llamativo: En desarrollo de una prolongada investigación de 25 años, jamás se conoció ningún rastro que vinculara a las Farc como autores. Como dijo Vladdo, “de resultar cierta esta tesis, habría que reconocer su habilidad para realizar una operación de tal magnitud sin dejar pistas ni despertar la menor sospecha durante un cuarto de siglo. Ni James Bond es tan efectivo”.
Segundo hecho llamativo: no han presentado ninguna prueba material ni documental de su dicho. En este contexto son fundamentales las declaraciones del abogado e investigador Germán Marroquín, a quien el entonces fiscal Alfonso Valdivieso puso al frente de las pesquisas y debió refugiarse en Francia debido a las amenazas que recibió. En entrevista para El Espectador del 23 de octubre de 2020, Marroquín afirma que “si la JEP acoge la versión de las Farc, lo de Álvaro Gómez quedaría impune”. (Ver entrevista).
Algo aún más esclarecedor, sería la prueba reina de que mienten: un “informe secreto” de Ricardo Calderón, jefe de Investigaciones de Noticias Caracol, donde revelan un correo tomado de los computadores incautados a esa agrupación, del 8 de diciembre de 1995 (un mes y seis días después del magnicidio), en el que Manuel Marulanda le pregunta al ‘Mono Jojoy’ si ellos tuvieron algo que ver con lo de Álvaro Gómez y este responde: “Alfonso (Cano) me dice que Miguel preguntó ¿seguro que fuimos nosotros? Por ello llamamos a Carlos Antonio (Lozada) y dijo que no y que además no tienen contacto con el partido”. (Ver informe).
Vaya incongruencia, es ese mismo ‘Antonio Lozada’ (Julián Gallo, senador del Partido Comunes), quien hoy aparece ante la JEP afirmando haber recibido la orden precisamente del ‘Mono Jojoy’, y habérsela transmitido a cuatro miembros de la Red Urbana Antonio Nariño, quienes habrían sido los gatilleros de la operación, sin que nada hasta el momento permita ubicarlos en la escena del crimen.
Estamos entonces ante una contradicción en apariencia insoluble, pues una cosa es la prueba material de un correo donde ‘Lozada’ aparece diciendo que “no” tuvieron que ver con ese crimen, y otra cuando este se asume como el determinador, sin que haya podido probarlo.
Un tercer hecho llamativo es que de 1995 a 2017 el crimen permaneció sumergido en el sopor de la impunidad, hasta que fue declarado de lesa humanidad, o sea imprescriptible mientras no se llegue a la verdad. Y la consideración anterior permite por fin plantear la hipótesis central:
Considerando la imprescriptibilidad del crimen y la necesidad que tenían los verdaderos determinadores de dejar enterrada su autoría, acuden al Secretariado de las desmovilizadas Farc para mostrarles un escenario despejado, en el que no corren ningún riesgo si se declaran culpables de algo que no hicieron, pero que sería creíble que lo hubieran hecho, porque formaba parte de sus prácticas previsibles.
¿A cambio de qué? ¿De una gruesa suma de dinero? ¿Fue producto de un chantaje? La investigación deberá resolverlo, si es que el tiempo de vida que le queda a la JEP se lo permite.
¿Qué pasaría si la Sala de Reconocimiento de Verdad, Responsabilidad y Determinación de los Hechos y Conductas sentenciara que no fue posible probar si las Farc fueron o no los causantes del asesinato de Álvaro Gómez? ¿Significaría ello que el proceso queda enterrado en el olvido, en consideración a que el cumplimiento del acuerdo de paz con las Farc establece que solo la JEP como tribunal de justicia transicional puede juzgarlas?
La respuesta a este interrogante conduce a pensar que se podría estar configurando el escenario para una paradoja histórica funesta: debido a la prescriptibilidad de la JEP, sería derrotada la imprescriptibilidad del crimen.
A eso le estarían jugando tanto las Farc, como los verdaderos autores del magnicidio. Todos a una, como en Fuenteovejuna.
DE REMATE: No es posible abandonar este escrito sin recalcar el papel jugado por la Brigada XX de Inteligencia Militar del Ejército, en apariencia el verdadero determinador del asesinato de Álvaro Gómez Hurtado, como intenté probar en mi libro. Hechos nuevos y sobrevinientes lo hacen pertinente como tema para una columna posterior.