El reencuentro

Por F SÁNCHEZ CABALLERO

Atrás quedaron los Alpes austríacos con sus picos blancos y Liechtenstein con los orgullosos vestigios de su nobleza. Relegadas quedaron las cabañas de techos empinados, el paisaje abrupto que dibuja con rocas el valle del Rin suizo y las engalanadas campiñas francesas. Ahora siento el olor del Saarland. El verde de sus praderas con alternantes bosques de pino y arce ha dado paso a la metamorfosis multicolor del otoño. El Sarre parece no llevar prisa y se arrastra perezosamente por el valle como la mítica serpiente emplumada del Caribe. Miro el cielo plateado reflejado en su espejo de agua, y oigo el viento soplar en los árboles de hojas verdes, anaranjadas o amarillas que enmarcan su cauce. Sus meandros bosquejan en su curso parte importante de mi destino.

Hace varios años no pisaba territorio alemán. No obstante, mi experiencia aquí ha sido tan sensible y trascendental, que cada uno de mis sentidos se activa al máximo ante su inminencia. Es un reencuentro con el pasado. Hay cierta sensación en el ambiente que me transporta. Me acerco al centro urbano de Saarbrücken. Reconozco fragmentos enteros del paisaje, árboles sin hojas en cuyas ramas los nidos desolados hablan de una sucesión de apareos y abandonos que se repite incansable. Colinas, trozos de cielo, calles, iglesias, fachadas típicas entramadas con robles centenarios que por milagro aún se conservan. Heráldica de vieja data, adornada con dibujos patronímicos de apellidos y oficios casi en extinción por los azares del modernismo y la industrialización. Observo como ayer una rústica taberna cuyo aspecto desgarbado se remonta a un período incierto, que pese a su constante empeño el tiempo no ha podido transformar. Veo un par de ancianos sentados en el parque sin decirse nada, mientras las últimas hojas caen a su alrededor como promesas rotas. Veo un carro estacionado corroído por el viento húmedo; una muchacha en bicicleta. Es como si todo hubiese sido endosado al pasado. Reconozco una fábrica metalúrgica en desuso y algunas vallas que juraría conservan la misma publicidad de autos y cervezas. Reconozco también expresiones, rostros, voces, sonrisas y abrazos que me dan la bienvenida y cuyo calor comparto con alegría:

Hallo… Guten Abend… Wie geht´s?    

Son personas incondicionales con quienes pude haber compartido una vida y, sin importar cuánto tiempo dejáramos de vernos, reencontrarnos con entusiasmo y reiniciar la conversación en el mismo punto; pero, por cosas del idioma, nos hemos dicho poco. Me miran largo rato con sus ojos claros. Los contemplo indefenso y casi sin respuestas.  Hace más de treinta años nos hemos hallado a intervalos y algo nos dijo que podíamos ser amigos. Releo cada uno de sus gestos, sus nuevas líneas faciales, la pesadumbre creciente de su mirada tratando de descifrar su historia y por lo que han pasado.

Entschuldigung

Nos miramos desde el corazón. Nunca hemos sido confidentes de nuestros sueños, ni hemos debatido a profundidad las afinidades políticas o las caóticas divergencias sociales de nuestra época; sus preferencias literarias, lo que piensan de la vida y de la muerte, pero quizá en otro trance peleamos una guerra juntos y luchamos por un propósito común o un ideal proscrito. Es un lazo intangible, una conexión ancestral, nada de lo ocurrido ha dejado de pasarnos. Cada uno de ellos, su mirada, su sonrisa es una maravillosa máquina del tiempo. Muchos me llevan años de experiencia, y me tratan como a un hijo pródigo cargado de cicatrices abiertas y de historias negras, que vuelve tras malgastar sus días alrededor del mundo. La vida los ha ido debilitando igual que a mí.  Algunos decididamente agotados me hacen prever que este será nuestro último encuentro.

Schade

Comienza diciembre. El invierno hace esporádicas incursiones tiñendo de blanco los techos y colinas lejanas. Pese a las coincidencias con el pasado y a mis evocaciones, con todo tiendo a sorprenderme, quizá tan solo para reivindicar el asombro. A estas alturas el trópico es ya un recuerdo distante. He sido invitado a varias reuniones familiares donde vuelvo a ver rostros entrañables y obsequiosos que me hablan en dialecto, como si por culpa del idioma clásico —Hochdeutsch— yo no les entendiera. No hemos compartido mucho de palabra, pero hemos reído juntos y con eso nos basta. En medio de la noche y el vino desafinan cánticos típicos y milenarios que por instantes creo recordar, rodeado de personajes de leyenda, con máscaras extravagantes, entre solsticios de invierno y nieves perpetuas, antes que Constantino decidiera remplazar las celebraciones a la diosa Sól y su carruaje de fuego por el nacimiento del Mesías y su cruz. Fue el final de los dioses paganos dice un poeta anónimo nórdico: “el sol comenzó a ponerse negro, la tierra se hundió en el mar, las estrellas brillantes se dispersaron en el cielo y el fuego voló hacia lo alto” … Me reconozco junto a ellos al pie de una fogata, entonando el canto profano de un ritual de fertilidad, cobrando peajes a las barcazas que osaban vadear el río sin consentimiento, o asaltando caminos y conventos, desvirgando doncellas taciturnas que refugiadas en la promesa del más allá, transitaban el resbaladizo sendero de la virtud como un substituto del martirio.

Tal vez conformamos cuadrillas de pastoreo, para ahuyentar colonias de monjes rumiantes que deambulaban por ahí desnudos disputando el pasto al ganado. Andrajos de la hambruna y la desesperanza, de sus fantasmas, de sus miedos. Me veo en su compañía desestimulando ladronzuelos en una ronda nocturna con sombreros de ala ancha, arcabuces y espadas de plata en los extramuros de Ámsterdam. Juntos atizamos la hoguera en que se habría de quemar a alguna bruja, no para la supresión de la herejía, sino como entusiastas apasionados por cualquier causa. Con esa pretensión apedreamos adúlteras en una abarrotada calle de Alepo y, por qué no, recitamos alabanzas con fervor piadoso ante los muertos que la gente apilaba frente a sus casas, en épocas de la peste negra que mató a San Friedrich.

Sus rostros me son tan conocidos, que pareciera hubiesen posado para mí en una larga sesión de retrato al óleo; sus gestos y maneras me saltan a la memoria como un déjá vu, porque quizá en otra vida, decía, peleamos una batalla juntos. La historia es un berenjenal, nunca se sabe dónde se cruza, se anuda o se desata para florecer y darle sentido al destino de los mortales. Es posible que en una expedición temeraria hayamos rescatado los huesos de las once mil vírgenes con las cuales Santa Úrsula enfrentó a los hunos para alcanzar los altares divinos, antes de ser condenadas a la cama del bárbaro Atila; ahora sus miserias son veneradas en el Dom de köln, junto a los restos de un rey mago cualquiera.

Juntos, tal vez emprendimos una cruzada en procura de una reliquia a Tierra Santa e incendiamos antros, templos de perdición de aspecto sombrío; y cortamos gargantas a los impíos para gloria del señor, y trajimos el mechón de pelo de un mártir desconocido, o pedazos de la cruz de Cristo que se encuentra esparcida como un rompecabezas impreciso en todos los templos y santuarios europeos. No recuerdo bien si desenterramos el diente de Santa Margarita, y una costilla de Santa Sofía que reposan en relicarios, junto a una astilla de la tibia de San Vital en la catedral de Praga, o si hallamos el Santo Clavo que con un estuche de plata adornado con piedras preciosas se exhibe cada año en Trier, al lado de la Santa Túnica raída y pequeña que trajo Elena, ―madre de Constantino. Muy cerca, en los sótanos de un antiguo santuario, está el ataúd de piedra de San Friedrich, mi Santo Patrono, alcanzado por la peste un poco antes que el Santo Oficio, pues ya desde comienzos del año 1600 éste criticaba abiertamente la cacería de brujas y los excesos de la Inquisición.  

Las festividades continúan, todos conversan sin parar, es Navidad. Desgajan sonoras y arcaicas risotadas y se dejan venir con todo tipo de viandas, vinos o abundantes raciones de licor de frutas ―schnaps. En mitad de la noche cuentan historias sórdidas de gnomos, guerreros alados y diosas desnudas que defendían su castidad con espadas encantadas. Por sus carcajadas, su espontánea alegría y su gusto por el vino y la buena mesa, no los imagino enclaustrados, privándose de placeres como ascetas llorones en abstinencia y pobreza absoluta esperando el fin del mundo. Tampoco yo me veo en semejante punto muerto, pero quizá sí “huyendo hacia adelante”, fingiendo ser apóstoles locos desplazándonos a horcajadas sobre un borrico, con el rabo de este en las manos y un ramo de olivo ciñendo nuestras cabezas, cantando y rezando salmos por las ánimas del purgatorio, por los pecados pasados y por los que algún día se cometerán. 

Sus rostros me son cada vez más amigables, más generosos y cercanos. Mis elucubraciones se agitan de manera arbitraria, en torno a las pocas palabras que interpreto, entre sus muchos gestos y las imágenes ebrias de un pasado remoto, elíptico, surreal.

Acosado por recuerdos fantasmagóricos y un mundo de presencias expresionistas, hago cábalas tentativas entre trago y trago. La imaginación gira a la par con las emociones. Es posible que junto a estas personas, con otros rostros, otros trastos y otras vidas, hayamos rescatado en nombre de la fe uno de los dos cráneos del Bautista ―el de adulto o el de Chiquito―, que reposan en la catedral de San Juan en Roma. Tal vez encontramos para la posteridad las gotas de leche de la Virgen María, que en un trozo de paño se guardan con celo en una iglesia de Innsbruck. Posiblemente fuimos los encargados de arrebatar de manos de los infieles el prepucio del Niño Dios, que aún hoy hace milagros libidinosos entre los viejos parroquianos de un olvidado monasterio romano. Todavía en sus muros de piedra retumba el eco de la controversia que se formó entonces con la hermandad del Santo Prepucio y otros templos europeos que decían poseer la reliquia. La discusión no era menor puesto que se trataba de un trozo incorruptible del cuerpo de Dios. ¿Dónde estaba en realidad el Santo Pellejo?, ¿ascendió antes o junto con Jesús?, ¿hubo dos ascensiones? Para zanjar la discusión el erudito y teólogo León Alatio, en su obra De Praeputio Domini Nostri Jesu Christi Diatriba, plantó la idea de que el Santo Prepucio pudo haber ascendido al mismo tiempo que Jesús y se habría convertido en los anillos de Saturno observados recientemente en un telescopio. Absurdo entuerto, convenimos con enojo, si se tiene en cuenta que arriesgamos la vida y nos rompimos el cuero combatiendo a los sarracenos por reliquias como esa. 

Pero el espíritu sopla a donde quiere, dijo San Pablo, y nuestras vidas y propósitos no solo afrontan diferencias conceptuales de credo en el tiempo, sino que deben superar espacios mentales tan abismales como el océano que nos separa. ―Si eres un pecador debes comportarte como tal―, les digo, ―desgraciadas sean las vírgenes y beatas, los piadosos y aquellos que nunca desean la mujer del prójimo, pues hacen que el sacrificio del Mesías parezca inútil. Todos brindamos por eso. La noche avanza en cualquier sentido. Circula una bandeja con frutos exóticos que creo provienen de alguna subyugada provincia hindú, donde en una época estuvimos llevando el mensaje del carpintero de Nazaret que recién crucificaban. Aún conservo esa imagen desdibujada en mi mente, puedo verme sacudiendo el polvo de mis abarcas y maldiciendo esos parajes en los que nos recibían con impostura o con injurias. Hambreados y sedientos, seguíamos el rastro de los burros cargados con mercancías de oriente y entrábamos a las casas en donde veíamos salir perros gordos como lo recomendó el profeta; allí éramos obsequiados generosamente con higos, dátiles o nueces como estas. Pero tal vez esté divagando por efectos del licor.

Oh San Martín de la vid, patrono de los beodos y atribulados, ayúdame. Un tropel sin nombre se forma a la entrada; todo es confusión y oscuridad. Otra aventura comienza. Fragmentos de historias se agolpan en el viento como esbozos de un proyecto mayor. Todo propósito humano es inconcluso. Apenas si tenemos tiempo para temperar las llagas y ampollas de los pies cansados que se han detenido para acometer la senda de nuevo. De cualquier modo, hemos librado escaramuzas e inquietudes mucho más espinosas en el pasado, como aquella en el huerto de los Olivos. Es posible que nuestra indefinible amistad esté supeditada a un sentir recóndito, absurdo, sin patrias, sin fronteras, que franquea senderos inimaginables como una fuerza poderosa, atada a la necesidad de trascender más allá de la muerte; el resurgimiento de un pacto sin reservas, mundano atemporal, no lo sé. No obstante, es seguro que al menos con alguna de estas personas compartí una copa de vino y una hogaza de pan con miel en una taberna triste, una tarde lóbrega en el camino de Emaús.

Auf Wiedersehen.

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